Hace 8 años el presidente Nicolás Maduro ganó unas elecciones inoportunas para las que hubo que prepararse a marchas forzadas. El triunfo fue una pelea épica que se definió por muy poco, configurando el nudo histórico en el que la revolución estuvo cerca de perder y la oposición cerquita de ganar.
Maduro fue el abanderado del bolivarianismo, pero no por ambición propia sino por “decisión absoluta, plena y total” de Chávez durante su última presentación en cadena nacional, ahorrándole a la Revolución la tarea compleja de escoger apuradamente entre leales y traidores.
En la acera de la oposición, Capriles volvía a perder en menos de 7 meses; y no se le ocurrió reacción menos noble que desconocer su derrota e invitar a sus seguidores a “drenar esa arrechera”.
Su mala terapia para descargar la frustración le costó al país decenas de vidas inocentes; y sirvió la ocasión para cumplir el sueño fatal opositor de matar chavistas.
Así comenzaban los primeros días de lo que han sido 8 años sin sosiego. Un tramo tenaz de desafíos inéditos de ataques externos, internos y traiciones que han transformado a Venezuela en el escenario permanente de una larga zozobra.
Hombre de las dificultades
A pesar de la seguridad de Chávez, no se puede decir que nadie no dudó “a lo mejor se equivocó” de hombre. El tamaño de los enemigos, la intensidad de los ataques y la sevicia inédita de una oposición dispuesta a todo hicieron pensar al comienzo que la derrota estaba a la vuelta de la esquina.
Este tiempo ha comprobado que Nicolás Maduro ha sido el hombre adecuado para esta época. Desde entonces aguanta la presión de un país abrumado por la economía devastada, los servicios en deterioro, escasez programada, hiperinflación inducida, especulación endémica, substracción del papel moneda, el sabotaje permanente de un mal vecino como Colombia, y el desprecio público de una izquierda light chantajeada y sin poder.
El presidente resiste con una fórmula de lealtad patriótica de un pueblo consciente de su dimensión histórica, junto a una Fuerza Armada Nacional Bolivariana con los valores bien puestos y un escenario geopolítico que revela que el mundo ya no tiene un solo centro.
Maduro enfrenta el rigor diario de un bloqueo criminal que ha conseguido el objetivo de poner la economía nacional al límite. Con apenas el 1% de renta petrolera el país sigue obstinadamente en pie.
Un hombre subestimado
Las circunstancias lo han enfrentado con situaciones descabelladas de las que ha conseguido salir con vida. El presidente venezolano fue el primer objetivo de un atentado frustrado con drones explosivos; y el sobreviviente de una conspiración fallida en la que estuvo involucrado uno de sus jefes de la inteligencia.
Le han acusado de ser un inmenso ignorante, un bruto y un troglodita sin clase al que se le han escapado equivocaciones que dan risa y otras no tanto, pero a pesar de toda esa trama de mala propaganda, el chofer de autobús ha gobernado democráticamente más que todos los próceres de la inteligencia conservadora.
Pero en sentido contrario, mientras unos le reprochan una pesada impopularidad y una obstinada incompetencia, Maduro se ha convertido en la excusa fácil de otros para explicar los sobresaltos internos de sus países.
Cuando una saga de protestas populares sacudieron a Ecuador, Chile y Colombia en 2019, sus gobernantes hilaron la teoría fantástica de una conspiración transnacional instigada por el “todopoderoso Dictador de Venezuela”.
Con Maduro probaron el ensayo de un gobierno paralelo y no cayó. Intentaron meterle a la fuerza una “ayuda humanitaria” y fracasaron. Probaron a “vaciarle el país” de venezolanos y sucede que los que se fueron los ha regresado. Le han querido dejar sin combustible y los iraníes le envían barcos desde el otro lado del mundo. Dicen que tiene al país aislado pero habla con los presidentes de Rusia, China, Irán o de África. Le acusan de que el país no le quiere pero la gente no le ha tumbado; y es la víctima de un silencio premeditado que oculta que ha manejado mejor que muchos el tema atroz de una pandemia que pone de relieve la potencia ficticia de los países desarrollados.
