Magos e inocentes | Por: Vladimir Acosta

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De los dos Evangelios canónicos que narran el nacimiento de Jesús, el más interesante es el atribuido a Mateo, sobre todo porque su autor lo asocia con dos temas claramente fabulosos: la llegada a Jerusalén de “unos magos” siguiendo una estrella que los guía, y una matanza de niños inocentes, consecuencia directa de esa llegada. En este corto artículo solo puedo comentar lo que Mateo dice de magos e inocentes. Y debo decir antes que a partir de lo poco que él dice, el tema de los magos fue enriquecido a lo largo de la Edad Media hasta convertirse en el más hermoso y poético mito cristiano; mito que he estudiado en detalle en mi libro Los Reyes Magos, el nacimiento de Jesús y la estrella de Belén. Pero de los magos, repito, dice muy poco Mateo, siendo en cambio más explícito en lo tocante a esa masacre de niños inocentes.

Los magos de Mateo vienen de un Oriente tan indefinido como ellos. No dice cuántos son, cómo se llaman ni cómo llegan a Jerusalén. Y menos aún que sean reyes. Tampoco si vienen a pie o sobre monturas. En esos tiempos se creía que el nacimiento de reyes, profetas y personajes importantes era anunciado por estrellas. Y lo que sí dice Mateo es que una estrella había anunciado a esos magos el nacimiento en Belén de un niño llamado a ser rey de los judíos al que ellos vienen a adorar. Y agrega como de paso algo esencial, que vienen siguiendo a esa estrella, que les sirve de guía. No se trata por supuesto de un inmenso cuerpo espacial que los alumbre desde el espacio infinito. No, los hebreos, como las gentes de entonces, creían que el firmamento no era muy alto, que las estrellas, que hoy sabemos se ven pequeñas por la inmensa distancia que las separa de nosotros, algo que ellos ignoraban, eran pequeñas lumbreras cercanas a la Tierra, que por cierto era plana. Así, el Apocalipsis atribuido al apóstol Juan, libro sagrado con el que concluye el Nuevo Testamento cristiano, dice que al llegar el fin del mundo las estrellas caerán sobre la Tierra como caen los higos de una higuera cuando con fuerza la sacude el viento.

La estrella que guía a los magos es pues una suerte de farol circular brillante y portátil que se mueve a corta distancia sobre sus cabezas y los alumbra sirviéndoles de guía privada. Pero la estrella se apaga cuando llegan a Jerusalén, y los magos, desesperados, empiezan a preguntar a todos cómo se va a Belén, que es donde ha nacido el niño. La cosa se difunde, y el rey, que es Herodes, se entera. Hace traer a los magos, se reúne con ellos y con los sabios judíos. Estos le dicen que sí, que el mesías esperado por ellos debe nacer en Belén. Es claro que ese niño amenaza su trono y su reinado. Entonces Herodes dice a los magos que vayan a Belén, adoren al niño y regresen a contarle todo para ir él también a adorarlo. La estrella prende de nuevo, los magos llegan a Belén, van a la casa de José, María y el niño, adoran a este, le dejan sus regalos y esa noche un ángel les dice en sueños que no vuelvan a Herodes y que regresen por otro camino a su país. Todo indica que Yahveh-Dios estaba buscando una matanza, pues si la estrella no se apagaba en Jerusalén los magos llegaban directo a Belén sin hablar con nadie, Herodes no se enteraba, ellos adoraban al niño en Belén y regresaban tranquilos e ignorados a su tierra. La furia de Herodes es tal que no pudiendo ya identificar al niño que lo amenaza, ordena matar a todos los niños varones de Belén, menores de dos años. Y esa es la masacre de los inocentes.

Y aquí se hace necesaria una reflexión, porque uno de los graves problemas que ha confrontado el cristianismo es que la Iglesia cristiana ha querido convertir siempre sus mitos propios y los muchos que tomó de la Biblia judía o de otras religiones, en historia, en Historia sagrada, asociada con Dios, y que por ello todo cristiano debe creer sin discusión. El tema mítico de un rey que se entera de que una profecía dice que ha nacido un niño destinado a ocupar su trono es corriente en esos diversos mitos antiguos y viejas religiones, de las que el cristianismo temprano tomó y adaptó muchas ideas, modelos y relatos. Y esos reyes, reyes de fábula, intentan siempre matar al niño amenazante, pero siempre fracasan porque ese es su destino. Y por eso no lo ubican ni lo capturan, aunque masacren unos tras otros muchos niños. Pero aquí el asunto es que Herodes es no es un manipulable rey de fábula sino un rey real y bien conocido, hombre cruel, inteligente, desconfiado y defensor firme de su trono, y sin nada que ver con el pobre idiota descrito por Mateo que siendo de religión judía, habla de ir a adorar como Dios a ese niño que amenaza su trono; que no es capaz de enviar unos espías armados a seguir a los magos para identificarlo y matarlo de una vez; y que después de que, mediante un ángel, Yahveh-Dios ha hecho huir a los magos, reacciona furioso haciendo una torpe e inútil matanza de niños inocentes. Y esto es mera fábula, no historia, y menos aún sagrada.

Aquí se intenta otra vez convertir mito en realidad, porque esta es una matanza de las que solo hacen los reyes de fábula y no los reyes históricos, que hacen matanzas peores, más grandes y más crueles, pero siempre mejor planeadas; y no matanzas de cuentos de hadas como esta. La Biblia hebrea está llena de ellas, las hay para elegir, hechas entre otros muchos por Moisés, Josué, Saúl o David y en su mayoría ordenadas por el propio Yahveh-Dios, como ocurre con la masacre genocida de los primogénitos egipcios, Décima plaga de Egipto; y también indirectamente con esta, la fabulosa masacre de los inocentes, porque son sus ángeles los que causan el furor asesino de este torpe Herodes, pues otro ángel le ha ordenado antes a José huir a Egipto con María y Jesús, ya que al parecer a Yahveh -Dios no le importaba el destino de los otros niños.

La Iglesia hizo santos a esos inocentes, aunque no podían ir al cielo por no haber sido cristianos y no estar bautizados, ya que el bautismo cristiano aún no existía. En siglos siguientes se lloró su masacre en templos y conventos, en los que en grandes frescos se veía a muchos niños muertos rodeados de esbirros armados y madres desesperadas. En el siglo XX la Iglesia debió reducir la cifra a dos docenas, pero mantiene en su calendario religioso un serio error. La secuencia del relato es que los magos adoran a Jesús y luego Herodes masacra a los niños. Pero el calendario cristiano sitúa la matanza de niños el 28 de diciembre y la adoración de Jesús por los magos el 6 de enero siguiente, lo que carece de sentido.

Disfrutar de los mitos: egipcios, indios, persas, griegos, celtas, mayas, de cualesquiera, es un placer intelectual que nos enriquece. Podría ser lo mismo con los mitos cristianos si la Iglesia no insistiera en convertir esas viejas e increíbles creencias en verdades religiosas, indiscutibles y sagradas.

Lo cierto es que, salvo para la Iglesia y algunos creyentes, Navidad dejó de ser tiempo religioso de templos y de rezos y desde hace casi un siglo se convirtió en fiesta comercial, laica, ruidosa, popular y alegre en la que se compra de todo, se celebra, se goza, se bebe y se come sin parar. Y ante el despliegue de mercancías, se gasta el dinero que se tiene y hasta el que no se tiene, para iniciar el año siguiente arruinados pero felices. Felices hasta que pronto se impongan otra vez las dificultades usuales, el trabajo y la rutina. La Navidad es, pues, una gran catarsis. Y como entre nosotros es tiempo de alegría ruidosa y compartida, tiempo fuera del tiempo, como ocurría con las viejas mitologías, se la dedica a las fiestas, a una secuencia imparable de retumbantes cohetes y explosión de cantos, gritos y tambores que llenan las noches hasta el amanecer y que si fueran algo menos estruendosas no estarían del todo mal.

 

 


 

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