Los incorruptibles | Por: José Roberto Duque

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Los incorruptibles | Por: José Roberto Duque

En redes sociales y en otras publicaciones para las que tengo el honor de escribir, he reflexionado sobre un tema un poco (bastante) sórdido: el uso propagandístico, y ahora publicitario, de los cadáveres. Específicamente de los cuerpos incorruptos, y específicamente de los santos, beatos y venerables de la Iglesia católica: en templos de Europa y América reposan centenares de cuerpos de mártires o benefactores de la religión cuyos cadáveres han sido conservados durante muchos años o siglos, por medios naturales o artificiales, y expuestos al público con el fin de atemorizar, concitar la curiosidad, la lástima o la admiración de los feligreses actuales o potenciales.

«La religión te mantiene intacto», parece ser el mensaje o lema de fondo de esta larga campaña.

La semana pasada tuvo lugar un hito más, el más reciente, en la cadena de hechos y procesos que quieren convencer a la gente de que es posible ganar el privilegio de la vida eterna mediante la entrega a Dios. Un joven italiano-inglés de nombre Carlo Acutis ha sido beatificado por el Papa; es el primer beato millenial (y además influencer) de la Iglesia católica.

Murió a los 15 años, se le atribuye un milagro, y ahora, 14 años después de su muerte, ha sido exhumado. Su cuerpo no presentaba eso que llaman incorruptibilidad cadavérica, pero como estaba más o menos en buen estado unos expertos procedieron a aplicarle un tratamiento para remozarlo y conservarlo, y ahí está, expuesto en urna de cristal en una basílica de Asis (Italia), recibiendo la veneración de los fieles.

Detallazo: el cuerpo del muchacho, ataviado con ropa deportiva, calza unos Nike. La marca comercial estará asociada al santo de la generación Internet por toda la eternidad, si es que eso existe y si es que alguien no decide cambiar esa «situación» (llamémosla así).

Meter en una misma frase las palabras incorrupto, santidad y capitalismo es más o menos fácil, a estas alturas de la historia del cinismo.

DE OTRAS CORRUPCIONES

Pocas cosas son tan temidas por los políticos (algunos), por la gente politizada y por los opinadores que una acusación de corrupción, de traición a los principios o de incapacidad para mantenerse firmes en su defensa. Los principios son algo que cualquiera esgrime y defiende con el verbo, pero a la hora de la chiquita muy poca gente sale indemne del examen comprobatorio, es decir, del acto en el cual usted debe probar que le ha sido fiel a «sus» principios, pero no con el verbo sino con el cuerpo, con la conducta, con hechos fácticos y verificables.

¿Analistas de bar que, cuando se podía abarrotar los bares, hablaban de irreductiblidad de los principios y odio al empresario explotador y zar de la especulación, pero con la respectiva fría marca Polar en la mano? Los hay o los hubo. ¿Alguno habrá sido capaz de la mamá de todas las autocríticas, esa que pone por delante los momentos o gestos de debilidad, los vicios pequeñoburgueses, la produnda brecha entre lo que se proclama y lo que se hace?

No sé si el país o la situación de la humanidad reducida a cuarentena da como para trasladar a los casos personales las exigencias que uno le hace a los países, pero en la Venezuela bloqueada prácticamente no hay forma de esquivarle el bulto al ejercicio. En los tiempos macabros de 2016 y un poco anteriores la figura despreciable y criminal por antonomasia eran los bachaqueros; esa era la opinión de todo el mundo, incluida mucha gente que acudía al bachaquerismo para rebuscarse, o a los bachaqueros para poder llevar comida a la casa.

Cuando ves a tu familia padeciendo por la falta de alimentos sales a la calle dispuesto a esquivar o directamente a pisotear asuntos que te inculcaron desde muy chamo en forma de principios: o juegas al perro luego de la sobrevivencia en capitalismo, o mueres de inanición. Es un dilema clásico, son sólo dos caminos: o te mantienes irreductible y petrificado en tus principios y te mueres de hambre, o haces algunas concesiones y sobrevives. Yo, particularmente, agradezco y celebro que la mayoría de mis afectos más cercanos hayan salido de esa espantosa temporada con vida.

No dejo de recordar una anécdota infecta y macabra, vivida y padecida por un querido hermano y camarada, a quien un criminal le dijo en su cara, mientras lo exoneraba del pago de vacuna por entrar al cementerio: «Yo soy revolucionario, pero la realidad es escuálida».

Es, probablemente, apartando el detalle de la índole criminal del autor de la sentencia, la misma actitud ante el mundo que tenía en mente (y que ejecutó en la piel real de su pueblo) el líder chino Deng Xiaoping, sucesor de Mao al frente del Partido Comunista de China y de todo ese gigantesco Estado-nación. Cuando le preguntaron que, si se seguía declarando a China comunista, qué significaban entonces la apertura económica y la disposición a permitir la creación de empresas y consorcios, luego del férreo control del Estado en las décadas del Gran Timonel. La respuesta de Xiaoping: «No importa si el gato es blanco o es negro, lo importante es que cace ratones».

Aplica para los individuos y para las familias, y también para los países. Venezuela no ha recibido un solo dólar en lo que va del año por concepto de petróleo. ¿Es nuestra obligación como país morir de mengua para demostrarle al mundo que nada nos apartará ni un milímetro ni por un segundo de nuestros principios? ¿O será que algunos le estamos exigiendo al Gobierno que nos suba el salario a 500 dólares, pero también exigiéndole como requisito que no busque de ninguna manera el dinero que haría falta para costear ese aumento de sueldo?

HASTA DÓNDE Y HASTA CUÁNDO EL PRAGMATISMO

Caso venezolano: el Gobierno tiene la obligación histórica de mantenerse en la senda revolucionaria, en el juego geopolítico de corte antiimperialista y en la movilización interna de confianza en los poderes creadores del pueblo. En este punto estalla la aparente paradoja: ¿se vale permitir un par de recursos no socialistas para la sobrevivencia del proyecto que nos llevará al socialismo?

Aunque casi nunca queda bien el poner de ejemplo a lo que otros pueblos y países hicieron o dejaron de hacer, es inevitable referirse a la Cuba asediada, depauperada y al borde del colapso. Fidel debió replegarse hasta el punto de convocar inversiones extranjeras, permitir la apertura de negocios emblema del capitalismo más sifrino y cosmopolita (visite la tienda Benetton, en La Habana Vieja) y sincerar la libre circulación del dólar entre los ciudadanos. El éxito de los «paladares» o comederos familiares residió en la chispa y la creatividad cubana aplicada a un tema tabú, mal visto, horriblemente mal visto en todo círculo izquierdista: esos restaurancitos fueron experimentos de empresa privada que hoy se han propagado y diversificado a una velocidad vertiginosa en toda la isla.

¿Qué hacemos con Fidel después de verificar y confirmar ese cólico de la historia cubana? ¿Lo llamamos escuálido y traidor a sus principios, o le reconocemos la efectividad a una jugada que mantiene viva la Revolución?

Si de principios irreductibles y de seres incorruptibles (como los muertos de la Iglesia católica) vamos a hablar, comencemos por ir a los hechos más que al lenguaje. No hay nada más capitalista por origen y por definición que esa práctica edulcorada por el idioma que eso que llaman «comercio». Como en todas partes del mundo el comercio es algo legal, entonces a nadie le escandaliza ya el «de qué se trata»: comprar barato para vender caro.

Si los principistas de Twitter fueran de verdad principistas y defensores del juego limpio o de la supresión de esas llagas del capitalismo, a estas alturas estarían practicando o al menos proponiendo la forma y el método de cambiar la dictadura del comerciante por la lógica de la producción masiva que hace inviable la existencia de comerciantes y usureros. Se entiende: es más fácil batir fuertemente la lengua y las teclas en defensa de los principios de solidaridad, equidad, reciprocidad y «a cada quien según sus necesidades» y demás consignas que en la vida real no se respetan. Ellos, los ilustrados expertos en libritos de economía del siglo XIX, no tienen nada que proponerle al ciudadano que necesita estar vivo en el siglo XXI.

Hace unas semanas Nicolás Maduro anunció facilidades burocráticas para aquellas personas que quisieran registrar una empresa. ¿Una empresa privada? Sí, esa estructura que legaliza y pone en papel lo que millones de personas hacen por la vía informal para sobrevivir: comprar barato, vender caro. Muchos de los «incorruptibles» que hoy truenan contra la gestión de Nicolás Maduro se beneficiaron de la venta de cupos, saborearon las mieles de viajar al exterior financiados por el Estado, y ahora de pronto se preguntan dónde están sus dólares y por qué el Gobierno no se los sigue pagando. Los vendecupos y vendepatrias quedan, en la escala de los cínicos destructores de la economía, varios peldaños por debajo de los comerciantes que especulan y estrangulan al pueblo.

¿Vivir del comercio es una falla de la gente, una perversión de nuestro pueblo? No: es el recurso de supervivencia que han encontrado multitudes de personas para subsistir dentro del capitalismo (que no termina de morir) mientras una fracción de ese mismo pueblo, los militantes y proponentes de otra sociedad, construimos una estructura que haga viable el funcionamiento del país en otro registro, de otra forma y sin pasar por el trámite de la especulación.

En la arena de los debates y las diatribas suele decirse en tono de insulto que «a estos socialistas» les encanta el cochino dólar. Que como el Gobierno anda buscando los dólares que necesita la sociedad, entonces «en Venezuela ya no hay una revolución sino un gobierno de derecha». Es una vieja dislocación del entendimiento, la que sigue llevando a pretendidos sabios y analistas «radicales en sus principios» a creer que Gobierno y Revolución son la misma cosa, o que la Revolución es algo que el Gobierno tiene que hacer para nosotros para que todos tengamos casa, carro, dólares y buenos sueldos.

Sigue en pie la vieja y original prédica de tantos palabreadores de lo obvio, lo elemental y lo más básico: señor, la Revolución la hacen los pueblos. Si decimos que en Venezuela hay una Revolución es porque hay un chavismo desparramado haciendo cosas audaces, un pueblo lidiando contra todo bloqueo y agresión, y porque el Gobierno Bolivariano sigue siendo amenazado de muerte y destrucción.

Y sí: por mantenerse firme en unos principios.

¿O será que Estados Unidos ahora ataca a los Gobiernos que abandonan la senda revolucionaria?

 

JOSÉ ROBERTO DUQUE

@JRobertoDuque

Los incorruptibles | Por: José Roberto Duque

Fuente: Misión Verdad


 

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