Los últimos 7 días en Perú han sido de una literal comparsa de Presidentes que ponen y se caen por efectos de una crisis política que tiene al país en las calles.
El congreso una vez que destituye a Vizcarra creyó resolver un problema político con un típico juego de cambio de silla que no sea veía desde la crisis argentina del 2001, cuando también pasaron 3 presidentes transitorios antes de retomar la serenidad política.
En las redes y en las calles la reacción popular fue de indignación ante el congreso; una institución con una reputación muy cuestionada a la que le quedaba muy grande juzgar por corrupción a un presidente sospechoso de haber hecho lo mismo.
Democracia sin pueblo
La conclusión más extendida entre la gente en la calle es que la clase política peruana es una estirpe podrida, clientelar y con una lealtad tan flexible que se cambia por plata.
En este contexto, el efímero gobierno de Manuel Merino cayó como un castillo de naipes; y con el 2 peruanos muerto en las calles por la represión de la policía.
La rabia popular hacia el congreso fue tal, que incluso el regreso de Vizcarra al gobierno era la alternativa menos mala. Esto algunos medios lo confundieron como el clamor de un pueblo pidiendo a su presidente; pero esto no fue más que una especulación mediática inmerecida para un dirigente destinado al mismo lugar de sus colegas expresidentes: ser imputado por la justicia.
Un día sin presidente
Sobre este marasmo, el país incluso pasó un día sin mandatario, y esta demora sucedió porque en el congreso no consiguieron ponerse de acurdo en torno a la postulación de una mujer para el interinato; quien presuntamente sería una dirigente de izquierda y una perversa comunista sin mérito de estar en el antiguo palacio de los Virreyes en Lima.
Superado el trauma de un día sin ejecutivo, la clase política escogió a Francisco Sagasti como el último de la comparsa; un tipo con cara de sabio, con los pergaminos de intelectual de centro y con un tono de voz moderado que si bien no genera entusiasmo, si evoca una tranquilizante sensación de sosiego.
Esta apuesta de la clase política peruana es su jugada más conservadora para salvar el cuestionado sistema y al mismo tiempo para poder llegar a las elecciones del 11 de abril y al cambio de gobierno en julio.
Pero lejos de apaciguarse el panorama, la crisis está latente ha revelado otra crisis en el corazón del Grupo de Lima, ese cartel diplomático que solo observa la situación venezolana pero que calla la comparsa que lleva por dentro.