“Pensar no está de moda, está de moda “tiktokear”, escuché decir en una conversación del grupo de amigos de mi hijo.
“Esa idea es un pensamiento muy profundo”, acoté entrometiéndome, tratando de hacer evidente algo que para ellos no parecía tal: reflexionar sobre el pensamiento, aun si esto nos lleva a constatar su ausencia o su precariedad, es una forma de ejercer la actividad mental más auténticamente humana desde que el homo es sapiens. Es una señal de vitalidad humana que pensemos que ya no se piensa, o que se piensa mal.
Hubo un tiempo, en cambio, en que pensar era algo prestigioso, tan extraordinario, que era difícil ponerse de acuerdo respecto a su importancia. Platón estaba convencido de que existía un mundo de las ideas, y que estas –buenas o malas– habitaban en la cabeza de cada individuo. De esa concepción tan arraigada, difieren hoy –desde la neurología– quienes postulan que no se piensa solo con el cerebro, sino con todo el cuerpo. Pero vamos, que el bueno de Platón no tenía por qué saberlo, ya que nunca tuvo internet.
Descartes, por su parte, convirtió al pensamiento en la única y definitiva constatación de la existencia: Solo existimos si somos capaces de pensar. Más tarde, los lingüistas dirán que el habla –máxima creación del pensamiento– es lo que a su vez permite comprender el acto de pensar. La Biblia se había adelantado varios siglos: “Al principio era el verbo, y el verbo era Dios”.
Más allá de lo que pensemos respecto a una u otra idea, la reflexión sobre la significación y trascendencia del pensamiento es tan antigua como el pensamiento mismo.
Hoy hablamos de inteligencia artificial (IA) como de un pensamiento no natural, un poderoso fenómeno que desborda los límites de la actividad cognitiva humana, cuya invención –paradójicamente– se debe a la propia capacidad humana del pensar.
Alain Turing, al que muchos le asignan la invención del concepto “máquinas que piensan”, sostenía que se debía considerar inteligente a una máquina si esta era capaz de engañar a un humano, comportándose de una manera similar a este. De allí nace el concepto tan en boga hoy del “machine learning” (máquinas que aprenden) o “deep learning”(aprendizaje profundo), sintetizados en la idea de las redes neuronales, noción sobre la que se asientan aplicaciones tan sorprendentes como los chatbots.
Vivimos la paradoja de un mundo en que mientras parece que los humanos piensan cada vez menos, las máquinas cada vez piensan más y mejor.
Miguel Bensayag y Ariel Pennisi, investigadores argentinos, dicen en su libro La inteligencia artificial no piensa, el cerebro tampoco, que una de las características de este cambio epocal, acelerado por la aparición de la IA, no es que las computadoras puedan efectivamente llegar a pensar como los humanos; lo extraordinario es que los seres humanos constatemos que cada vez nos parecemos más a las computadoras.
“La humanidad se encuentra en un despertar, en realidad en una pesadilla que no consiste en darse cuenta de que la máquina es como nosotros sino en sentir que nosotros somos como la máquina, es decir, virtuales.”
Vivimos la ilusión de un mundo hiperconectado, con una identidad que no nos pertenece, hablando con gente que no sabemos si existe, impactados por un volumen de información que somos incapaces de procesar; un mundo saturado de datos, de bits, de contenido, que nos aturde, en el que se nos borran las huellas dactilares mientras nuestros ojos –irritados– viajan de post en post.
Pero aún tenemos 800 millones de analfabetos en el mundo, una cifra incalculable de analfabetos funcionales y hay quienes dicen que 23 de cada 100 personas en el planeta son analfabetos digitales. Es decir, no se llevan bien con los dispositivos “inteligentes”.
Pensar, vivir, no funcionar
El filósofo de moda, el coreano Byung Chul Han, ha definido como “tecnologías del yo” a los dispositivos y procesos informáticos que lideran la actual transición en el capitalismo neoliberal del siglo XXI: el tránsito del control biopolítico al control psicográfico. Fenómenos que llevan al ser humano del control externo al locus del control interno, de la explotación laboral-represiva del sistema a la autoexplotación hedonista, individual.
Esas tecnologías, cuya base son poderosos algoritmos basados en inteligencia artificial, no necesitan individuos pensantes, que vayan por la vida razonando y cuestionando, gastando su tiempo como hacían los griegos por los jardines de Atenas, sino de individuos enfocados en sí mismos, esclavizados frente a una pantalla. Encerrados en una caverna –permítanme usar la alegoría de Platón– y dominados por las sombras que proyectan las redes sociales.
Pensar requiere memoria, las redes sociales prescinden de esta. Pensar exige autonomía, el mundo de los algoritmos propone una sujeción permanente a los dictados y reglas del propio algoritmo. Pensar exige razonar, las redes sociales viven de la explotación de las emociones, de un no-pensamiento. Byung Chul Han dice que la razón es lenta y la emoción rápida. La razón cuestiona y la emoción funciona. Hoy se nos pide funcionar y no vivir. Se nos induce a ser “más eficientes” o “más bellos”, no a pensar en lo que somos o queremos ser.
Las tecnologías del yo postulan un mundo incesante, trepidante; que no descansa, que no duerme, que no pierde el tiempo, que no vaga ni divaga. Que funciona. Enganchado a la ruleta rusa de la emocionante virtualidad (los trending topics, los likes, las notificaciones) el ser humano ya no necesita reflexionar.
Un mundo sin pensamiento -sin embargo- es un mundo vaciado de humanidad. Benasayag y Pennisi afirman que es esencial pensar la transición que nos lleva a un escenario que, inevitablemente, integrará lo humano y lo artificial, desde una perspectiva auténticamente disruptiva que reivindique la singularidad, la belleza y el enigma de la vida.
La investigadora canadiense Naomi Klein dijo hace algún tiempo que en un mundo en crisis, lo único que nos mantiene alejados del shock, del colapso, es nuestra propia historia. Nuestro relato.Para construir nuestro relato, necesitamos historia, necesitamos memoria. Necesitamos vivir y pensar. Cuestionar. Dudar. Porque, al final de cuentas, lo único que puede ser singular, único, inasible e inaprensible, es la vida misma.
WILLIAM CASTILLO
Publicado en LI.