Cuando Caracas dijo: “Ya basta” (II)

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Según el portal Telesur, entre el 27 de febrero y el 6 de marzo de 1989, el Ejército y la Policía Metropolitana, usaron unas 4 millones de balas para reprimir al pueblo, que empobrecido y hambriento, salió a las calles para reclamar sus derechos.

La población del distrito Capital era, para la fecha de aproximadamente 2 millones de almas, es decir, equivaldría a haber disparado dos veces sobre cada caraqueño. Fue una masacre cruel, sin escrúpulos, despiadada y brutal. Un genocidio de esta naturaleza en América Latina, no tuvo lugar jamás. Ni siquiera el exterminio sistemático de la población prehispánica durante la colonización y conquista pueden compararse proporcionalmente, pues el “Caracazo” se desarrolló en días. Al ritmo del Caracazo, los europeos habrían acabado al cabo de 1 año con toda la población originaria de América del Sur. Solo en la ficción literaria hay algo que se asemeja a lo que paso, cuando Gabriel García Márquez, ficciona el exterminio de miles de personas a manos de un escuadrón de soldados bajo las órdenes de la compañía bananera “United Fruits”.

Hugo Chávez, que aún no entra en la historia política del país, pero que ya está dentro de los cuarteles, lo narra desde esta perspectiva: “Entré a Fuerte Tiuna y me tocó verlo en guerra. Fui a buscar gasolina con un compadre que era coronel. Me senté en su oficina y veo en el televisor aquel desastre. Salgo al patio, los soldados corriendo y unos oficiales mandando formación y a buscar los fusiles. Y le digo: ‘Mi coronel, ¿qué van a hacer ustedes?’. ‘¡Ay, Chávez!, yo no sé qué va a pasar aquí. Pero la orden que llegó es que todas las tropas salgan a la calle a parar al pueblo’. ‘¿Pero cómo lo van a parar?’. ‘Con fusiles, con balas’, incluso dijo: ‘Que Dios nos acompañe, pero es la orden’. Vi los soldados salir, los soldados logísticos que no son soldados entrenados. Esos son los que hacen la comida, los que atienden los vehículos. Hasta a los mecánicos los sacaron y les dieron un fusil, un casco y bastante munición. Lo que venía era un desastre, como así fue”.

En horas de la mañana del 27 de febrero de 1989, la revuelta popular -iniciada en Guarenas- había llegado a la capital venezolana. Ya en la tarde en toda Caracas los comercios habían cerrado y el transporte público no prestaba servicio. Las protestas y saqueos se extendieron rápidamente por la capital. CAP y su ministro de Defensa, Italo del Valle Alliegro, decidieron aplicar mano dura.

Se impusieron el estado de emergencia y la ley marcial. El 28 de febrero, CAP suspendió varios artículos de la Constitución, incluido el 60 (Derecho a la libertad individual y a la seguridad); el 62 (Inviolabilidad del domicilio); el 66 (Libertad de expresión); el 71 (Derecho a reunirse en público y en privado), y el 115 (Derecho a la protesta pacífica).

El Gobierno tenía mano libre para una represión brutal. Y lo hizo elocuentemente, la ofensiva contra los manifestantes fue sangrienta. El Ejército tomó las calles. Los soldados disparaban desenfrenadamente contra edificios residenciales y multitudes de personas, matando a civiles desarmados. Hubo detenciones en domicilios, desapariciones, torturas y ejecuciones extrajudiciales. Oficialmente hubo 276 personas muertas, una cifra ofensivamente ridícula pues muchas estimaciones elevan ese número a más de 3.000.

Eran seres humanos que se precipitaron a las calles caraqueñas sin estar dirigidos por nadie, sin ser movidos por el resorte de la política condicionante, sin tener en la mente objetivos distintos a saciar el hambre acumulada por años, a canalizar de alguna manera la ira y la frustración de ser pisoteados, y después olvidados, por un sistema de gobierno clientelar y manumiso a los intereses de la banca mundial. Era la consagración de años de miedo, de dolor y de miseria en soledad. La gente no tenía a quién acudir, no tenía a quién pedir amparo, pues su gobierno, en teoría encargado de protegerle, era quien precisamente le violentaba y exprimía sin cuartel.

Por eso el desenfreno violento, de allí la rabia extralimitada…

La usuaria de twitter @Rafaelita82, en una emotiva confesión sobre aquellas horas, publica:

 

En 1999, la Corte Interamericana de Derechos Humanos escuchó el caso y dictaminó que el Gobierno había cometido diversas violaciones de los Derechos Humanos de los ciudadanos, entre ellas, ejecuciones extrajudiciales. El Gobierno venezolano, entonces encabezado por Hugo Chávez, no impugnó las conclusiones del caso y aceptó toda la responsabilidad por las acciones del Gobierno. Ésta es en sí misma, una de las grandes paradojas de la historia política venezolana de todos los tiempos. El Comandante acierta de nuevo al blanco, toma sobre las espaldas del estado la responsabilidad histórica que nadie habría aceptado jamás. Chávez era un hombre frontal acostumbrado a asumir las consecuencias de cada acto, por irreversibles que pudieran asomarse.

Al revisar a profundidad la historia de aquel momento encontramos elementos dignos de ser destacados. El mismísimo 28 de febrero, el gobierno de Pérez ratificó asombrosamente mediante la firma de una Carta de intención con el FMI, el cumplimiento de las medidas anunciadas. Era el sumun de la arrogancia, con las calles repletas de cadáveres, Pérez no es capaz de sentir compasión. Al mismo tiempo, se celebró en el Palacio de Miraflores una reunión en la que el Ministro de la Defensa, General Ítalo del Valle Alliegro, abogó por la ejecución del Plan Ávila para controlar los saqueos. El Plan Ávila es un plan diseñado para responder ante emergencias de “orden público” empleando al conjunto de las Fuerzas Armadas.

La ejecución del Plan fue autorizada por el gobierno, el presidente Pérez decretó el Estado de Emergencia y estableció el toque de queda. El 28 de febrero a las 4 p.m., el Ministro del Interior declaró la suspensión de las garantías constitucionales. Durante las siguientes 36 horas las Fuerzas Armada tomaron la ciudad de Caracas causando la muerte a miles de seres humanos. Esa es la única verdad.

Durante los días 27 y 28 de febrero fueron muertas y heridas miles de personas como producto del accionar de las Fuerzas Armadas para reprimir los saqueos de supermercados y los incendios de vehículos de transporte público y privado. Según  Susan Sonntag, “el ejecutivo reconoció, después de muchas vacilaciones, que hubo 327 muertos civiles y miles de heridos. Estimaciones de periodistas nacionales y corresponsales extranjeros, sin embargo, indicaban más de 1.500 víctimas fatales.” Y se trataba de una estimación muy conservadora.

El número de muertos causados en unos pocos días por parte de las fuerzas del Estado, hace recordar a las más cruentas dictaduras latinoamericanas. Sin que se tratase de una revuelta política, sino de un “motín de hambre” en el espacio urbano, el Estado, a través de sus Fuerzas Armadas, salió a las calles a aplastar a los manifestantes.

Hoy, la memoria colectiva no puede ceder a la tentación de hacer interna la idea de que pueda existir un paralelismo entre aquel gobierno asesino y la Revolución Bolivariana de Venezuela. No existe ni siquiera un rasgo compatible, por feroz que  esta afirmación pueda resultar. Pérez asesinó a sus compatriotas para poder permanecer en el poder. Y lograr la estabilidad del pacto de Puntofijo.  Felizmente, Hugo Chávez truncaría esa posibilidad el 4 de febrero de 1992.


Aún se está escribiendo esta historia. Cada gota de sangre debe ser un “deja vu” en este intento por redimirnos de la dominación y la barbarie contra nuestros pueblos.


 

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