27F: Se quemaron las tajadas

REComendados

por: Victoria Torres Brito.

 

1989, se estrenaba la última película de la trilogía de Karate Kid, en los actos de fin de curso de los colegios, se ensayaba la coreografía a ritmo de Lambada o Wilfrido Vargas, los preparativos para el mundial en Italia iban por todo lo alto. Algunas madres horrorizadas porque en carnaval la niña quería disfrazarse de Madona en “Like a Prayer” y La Sirenita a Disney los hacía un poquito más ricos. La última década del siglo XX estaba a punto de comenzar y Latinoamérica era bombardeada por cualquier flanco y muchos quedaron alienados hasta la médula.

Mientras tanto, en Venezuela, la sociedad se encogía de hombros ante las injusticias y se hundía cada vez más en la desidia y la miseria. La brecha entre ricos y pobres, se hacía más ancha, quedando para un inmenso sector de la población, cada vez más lejos las posibilidades de superarse y salir adelante.

Ellos vivían alquilados en un apartamentico en el piso 2 de unas residencias en la avenida intercomunal de El Valle en Caracas, con muebles de ratán y varias maticas en el balcón que tenía rejas pecho é paloma.

Ese domingo, estos padres trabajadores y su única hija, regresaban de hacer mercado en su Chevy Nova del 77 al que llamaban cariñosamente «Pichirilo». Había DE TODO en los anaqueles, 5 marcas de mayonesa, varios tipos de harina de maíz, infinidad de productos de limpieza importados, manzanas de 3 colores, gelatinas y cereales gringos, de los cuales la niña siempre se antojaba y armaba una pataleta de las buenas en el pasillo 4, pero que rápidamente era neutralizada con el popular psicoloñazo, (dícese de bofetón o pellizco otorgado con celeridad y precisión, acompañado de una breve amenaza que prometía la continuación en el hogar y que explicaba con frases cortas que simplemente, no había plata para comprar eso).

Pocas veces se compraba carne, porque a pesar de la inmensa variedad de productos y estantes llenos, el poder adquisitivo del venezolano promedio a finales de los ochentas, estaba totalmente en contra de llenar el carrito y de comerse un bistec de vez en cuando. Esa tarde guardarían lo que pudieron comprar en la nevera, cenarían «conflei» y se acostarían temprano para poder comenzar la semana.

Amaneció como un lunes cualquiera, en el este del este eran felices y lo sabían, los cerros lloraban de hastío pero los gobiernos de una guanábana podrida se hacían los sordos a conveniencia, el mismo tráfico pesado en horas pico, las camioneticas llenas hasta los tequeteques, el portugués del abasto abrió y se sentó en la puerta como todos los días, nunca se imaginó que en pocas horas su negocio estaría vacío al igual que sus bolsillos, el chamo que vendía jugo de caña con limón, pasó a la misma hora junto al heladero que estacionaba su carrito frente al colegio, a la espera del recreo para vender a través de la reja del patio.

Todo normal decían, “todo bajo control”, pero sólo por encimita. Ya se habían acostumbrado a estar jodidos, con la cabeza tan hundida que podían palpar el subsuelo y hacerle competencia a un avestruz. Se había convertido en deporte nacional el encogerse de hombros y cerrar el pico, porque si alzabas la voz ante las injusticias, llevabas plan de machete o perdigonazo en su defecto, para que te callaras, para que no existieras, todo con la firme intención de que no pensaras mucho, para que no te atrevieras siquiera a imaginar que la realidad de este noble pueblo podía ser otra. Tenía que ser otra.

Corría el día y comenzaron a sonar los teléfonos grises (y mira que discar con esa ruedita no era tan sencillo como ahora), «Algo pasa en Guarenas» decía la secretaria, también comenzaron a sonar las pistolas en algunas zonas, pero a ellas nadie las oía. Entonces el paso de los transeúntes por el centro de la ciudad comenzó a acelerarse, confusión, miradas esquivas, todos sabían que ya no se aguantaba más la situación, pero nadie decía nada, nadie hacía nada. De pronto, a eso del mediodía, el transporte público se escondió, ¡desapareció! y luego en cadena nacional de radio y televisión se conoció el anuncio del aumento del pasaje. ¡Era el colmo y a muchos les tocó caminar largas distancias de vuelta a sus casas, ya la rabia, el hambre por haber aguantado y callado tanto, se rebosaba del pecho. Era toda una proeza haber endurecido el cuero por tantos años, sabiendo que no nos merecíamos tanta vejación, tanta indolencia, tanto hastío. Un pueblo tan noble y trabajador no podía seguir siendo pisoteado por más tiempo.

Luego de caminar desde la Plaza Venezuela hasta El Valle, con ampollas sangrantes en los pies, refunfuñando a cada paso por la inacción de los gobernantes, la madre llegó a su casa, preocupada por la ausencia de su esposo y su hija, encendió el televisor y nada. No pasaba nada. Los pseudo líderes del país, se hicieron la vista obesa ante lo que sucedía. Se puso a cocinar el almuerzo del martes, pensando que sólo sería un susto, pensando que esto también pasaría debajo de la mesa, como tantas otras infamias que se vivían a diario.

Al otro lado de la ciudad el padre buscaba a la niña en el colegio y se ofreció a llevar a una de las maestras hasta su casa, justo cuando todos llegaron al apartamento, el suspiro y la sonrisa se cortaron de inmediato porque se prendió el tiroteo, la madre en el piso les gritaba que se resguardaran, las tajadas se quemaron y tuvieron que dormir esa noche en un colchón en el pasillo que daba hacia el baño. Vivían en un piso bajito y ya se habían enterado que en otras zonas de la ciudad las balas habían atravesado las paredes y algunos corazones de inocentes. El abuso, la impunidad y la figura del «desaparecido» se pusieron de moda en los titulares. El hambre se transformó en saqueo, caos, impotencia, rabia, desespero.

A la mañana siguiente el silencio era ensordecedor, vivir frente al Fuerte Tiuna ya no era símbolo de seguridad sino de miedo. Les caía la maldición de Bolívar cuando volvieron las armas contra el pueblo. Con el toque de queda, no quedaba otra que quedarse en casa, algunos vecinos asustados por el «sacudón», tocaron las puertas para “resguardar” el edificio con la amenaza fantasma de que los cerros bajarían a meterse a robar.

El padre, que nunca en su vida tuvo armas de fuego, bajó con una cadena gruesa para amarrar las rejas del conjunto y lo que se consiguió fue un arsenal. Armados hasta los dientes, los vecinos pretendían matar a quien se atreviera a entrar a sus vidas encapsuladas de «Sábado Sensacional», entonces el padre les reclamó: “¡Tienen hambre coño! ¡Hacen tetero para sus hijos con agua de pasta, comen perrarina que es más barata! ¡No son más ni menos que nadie, son venezolanos como nosotros! No vienen a robarnos, tienen hambre y cansancio”, dejó la cadena y subió de nuevo a vigilar las nuevas tajadas para que no tuvieran el mismo destino que las del día anterior.

Despertar de ese letargo autoinfringido era necesario, había un grito atascado en la garganta de muchos que quería salir y no fue hasta otra madrugada del mismo mes, un par de años más tarde, que aquella frase de un Teniente Coronel y su «Por ahora», cambiaría para siempre la historia de este país.

Victoria Torres Brito

@vickyzoe

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