“La gente que habla de la revolución y de la lucha de clases sin referirse explícitamente a la vida cotidiana… Tiene un cadáver en la boca”.
Esa frase de Raoul Vaneigem no solo interpela, sacude. Nos recuerda que toda política que no se encarne en lo íntimo, en lo cotidiano, en los gestos del afecto y del cuidado, está condenada a repetir las mismas violencias que dice combatir. Hablar de lucha de clases, de revolución, de transformación social, sin anclarlas en la vida cotidiana, es hacer de la política un ejercicio vacío, una consigna sin cuerpo ni alma.
A veces, desde ciertos discursos militantes, se insiste en una revolución que parece ajena al gozo, al deseo, a los abrazos de las abuelas, a los almuerzos con sabor a leña, a las risas que brotan en los cafecitos militantes. Como miitantes lo hemos tenido claro. la ‘ pero que sostienen un mundo distinto. Se gesta en la mujer que decide no callar ante la injusticia, en la juventud que se inventa nuevos senderos ante el bombar deo informativo de la desesperanza.
Sabemos que la revolución no es un evento lejano. Es ahora. Es todos los días. Y también se cocina con ternura.
No podemos seguir divorciando la lucha de lo humano. Una revolución que no abrace nuestras vulnerabilidades, que no celebre nuestras formas de amar, de sanar, de resistir cantando, está incompleta. Porque lo verdaderamente subversivo no es solo cambiar el modelo económico: es desmontar las opresiones que habitan incluso nuestras formas de querernos. Es decirle no al mandato del sacrificio eterno. Es decirle sí al placer de cuidarnos, de construir comunidad desde el deseo de vivir mejor, no solo de sobrevivir.
El feminismo popular, el que nace de la conversación cotidiana, de las comunidades activas y lideradas por mujeres, el que crece entre mujeres negras, campesinas, trabajadoras, nos ha enseñado que el amor no es una distracción, es una estrategia política. Como decía Audre Lorde, “el amor es una acción, una intención, una intersección entre lo político y lo personal”. Y nosotras hemos aprendido a militar desde ahí: desde el abrazo y la firmeza, desde el café compartido antes de la asamblea, desde la escucha que no juzga.
Y esto viene desde la conciencia de que la verdadera militancia no es solo teoría, es vida vivida con propósito, es acción cotidiana. Revolucionamos cuando construimos espacios donde nos reconozcan, cuando desafiamos la indiferencia, cuando ponemos el cuerpo para sostener lo colectivo.
El discurso sin práctica es humo. La teoría sin acción es inútil. La revolución es amor, es comunidad, es organización. Y nosotras estamos aquí para vivirla, no para repetirla como un eco vacío. Nos negamos a tener cadáveres en la boca. Queremos palabras vivas, que construyan, que sostengan, que transformen. Queremos la revolución de lo cotidiano, la » revolución de la alegría.
¡Venceremos, palabra de mujer!