Estados Unidos es el mayor consumidor de drogas ilegales en el mundo, padece una epidemia mortal por consumo de opioides, tiene las cárceles saturadas de personas acusadas de delitos menores vinculados al narcotráfico, en su mayoría afroamericanos y latinos, y bancos que lavan dinero del multimillonario negocio del tráfico de drogas prohibidas.
Pero no se hace cargo. Ni de su problemática interna de salud y la alta demanda de sustancias por parte de sus ciudadanos, ni de su responsabilidad en las tragedias que provoca la guerra contra el narcotráfico que impuso y que, a pesar de su probado fracaso, sigue promoviendo.
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, reavivó esta semana el debate sobre políticas de drogas al anunciar que promoverá la designación de los cárteles mexicanos en terroristas.
Lo más peligroso es que esta nueva categoría asignada a los narcos permitiría a Estados Unidos iniciar operaciones militares con el argumento de la «legítima defensa«. Y México queda más cerca que Afganistán, Irak, Siria, Somalia o Pakistán.
«Le he ofrecido (a Andrés Manuel López Obrador) que nos deje entrar y limpiarlo todo», se ufanó Trump al promover ante el presidente mexicano, con nulo respeto por las leyes internacionales, la violación de la soberanía territorial.
La respuesta inmediata del canciller Marcelo Ebrard fue que México no admitirá tal medida. «Actuaremos con firmeza, ya he transmitido la postura a EU, así como nuestra resolución de hacer frente a la delincuencia organizada trasnacional», escribió en Twitter.
El problema es que Trump no se caracteriza por respetar a su país vecino y uno de sus principales socios comerciales.
La guerra impuesta
Estados Unidos se erigió como gendarme mundial de la lucha contra las drogas a partir de visiones racistas, estigmatizantes y prejuiciosas que identificaban a los negros con la cocaína, a los mexicanos con la marihuana y a los chinos con el opio. De acuerdo con esta visión, esas comunidades extranjeras ponían en riesgo a la población blanca.
El discurso está tan arraigado que, más de cien años después, todavía está vigente. Y Trump lo promueve y lo aprovecha.
Desde entonces, jamás se estableció una diferencia entre las adicciones como un problema de salud, el derecho de los mayores de edad a consumir las sustancias de su elección y el delito del narcotráfico. Se mezcló todo.
Estados Unidos aprobó en 1912 la llamada Ley Harrison, que terminó con la venta libre de opio y cocaína. En 1920 aplicó la Ley Nacional de Prohibición, mejor conocida como Ley Seca, que impidió la fabricación, transporte y venta de bebidas alcohólicas durante 13 años. El crimen ganó la batalla porque alcohol siempre hubo a disposición de los consumidores en un mercado ilegal que permitió el florecimiento de una mafia, que no desapareció ni siquiera cuando terminó la veda.
Lo mismo pasa con las drogas que hoy todavía son ilegales: el consumo nunca bajó, al contrario, y los precios y las ganancias son siderales gracias a que están prohibidas.
Con la Segunda Guerra Mundial encima, el combate a algunas drogas dejó de ser una prioridad en la década del 40 en un país que necesitaba con urgencia morfina para sus soldados. Más tarde, en Vietnam, los soldados estadounidenses se volvieron adictos a la morfina y a la heroína. A principios de los años 70, datos oficiales revelaron que el 60 % de los ex combatientes se inyectaba heroína con regularidad.
En 1971, en medio del auge del hippismo, el amor libre y el consumo de drogas sicodélicas, Richard Nixon declaró la guerra contra las drogas. Dos años después creó la Drug Enforcement Administration, la famosa DEA que sería omnipresente en las operaciones contra el narcotráfico en América Latina. Una policía supranacional impuesta a la fuerza, con la complicidad de varios gobiernos de la región que aceptaron todas las condiciones.
Hubo un error de entrada, porque el gobierno centró sus esfuerzos en el combate a la heroína. A falta de una droga, los estadounidenses eligieron otra. El consumo de la cocaína floreció, incluida una de sus variantes mortales, el crack. Estados Unidos se convirtió en un paraíso para los cárteles colombianos que descubrieron un mercado que demandaba cada vez más drogas. La década de los 80 será recordada por la epidemia de cocaína y la llegada de narcos sudamericanos que, aliados con cómplices estadounidenses, expandieron el narcotráfico. Miami es el mejor ejemplo.
En los 80, Ronald Reagan puso en marcha la Iniciativa Andina para combatir el cultivo de marihuana y la producción de cocaína sin entender las complejas causas económicas, políticas y sociales que explican el cultivo de la hoja de coca en Colombia, Bolivia o Perú. En el histórico caso conocido como Irán-Contra, la CIA llegó al extremo de permitir el ingreso de drogas a Estados Unidos a cambio de que los narcos apoyaran al grupo armado que financiaba en Nicaragua para derrocar a los sandinistas. De este y otros casos, Estados Unidos nunca ha dado explicaciones a la comunidad internacional.
Por el contrario, en los años siguientes se dedicó a extorsionar al resto de los países latinoamericanos con una certificación anual que evaluaba su obediencia a sus políticas antidrogas, bajo amenaza de recortar flujo millonario de recursos en «ayuda». A fines del siglo, el 92 % del presupuesto de asistencia militar y policial de Estados Unidos en América Latina y el Caribe se destinaba a la guerra contra las drogas. No a salud, ni a educación, ni a programas sociales. Sólo al combate al narco. Luego vendrían el Plan Colombia y el Plan Mérida, que tampoco resolvieron nada.
Los ataques terroristas de 2001 modificaron la agenda. El narcotráfico en Estados Unidos dejó de ser prioritario, lo que no impidió que las encarcelaciones aumentaran. Hoy, la mitad de los 2,2 millones presos estadounidenses están procesados o condenados por delitos no violentos vinculados con las drogas. Por crímenes menores. Más del 50% son negros o latinos.
Con respecto a las ganancias del crimen organizado, algunos bancos han sido favorecidos. Diferentes investigaciones comprobaron que Citibank y el británico HSBC lavaron dinero del narco en operaciones en Estados Unidos, pero las sanciones no pasaron de multas que, dado el rendimiento de esas instituciones, son simbólicas. Del extraditado y condenado Joaquín «El Chapo» Guzmán y del asesinado Pablo Escobar se sabe todo, con múltiples series de ficción y no ficción incluidas, pero de los banqueros estadounidenses que lavan la plata del narcotráfico no se conocen nombres ni rostros.
En su Informe Mundial de Drogas 2019, la Oficina de las Naciones Unidas Contra las Drogas y el Delito confirmó que Estados Unidos sigue siendo el principal país consumidor de sustancias ilegales en el mundo. El consumo de cocaína va en aumento, otra vez, pero la epidemia actual es por opioides, en particular el fentanilo, que en 2016 provocó la muerte de más de 47.000 personas. La tendencia en los últimos dos años ha sido ascendente. Tanto, que Trump tuvo que declarar una emergencia de salud pública.
El consumo de marihuana, por su parte, aumentó un 60 % entre 2007 y 2017, pero ello se explica por la legalización del uso de la planta con fines recreativos en nueve estados de Estados Unidos, además del Distrito de Columbia.
En los años 70, cuando se lanzó la guerra contra el narcotráfico, medio millón de estadounidenses asumían que habían consumido algún tipo de droga. Hoy, son más de 20 millones. Hay más diversidad de drogas y son más accesibles en todo el mundo. La erradicación forzosa de cultivos ha provocado graves daños ecológicos en Sudamérica y en Asia, sin que ello haya disminuido la producción de cocaína, marihuana y opio. Los cárteles se han enriquecido, multiplicado y fortalecido, y han producido nuevas y exitosas drogas de diseño. Cientos de miles de personas han sido asesinadas, desaparecidas y perseguidas en aras de la guerra narco. No hay un solo dato positivo.
Pese a su evidente fracaso, Estados Unidos persiste con el modelo mundial de combate a las drogas que implementó hace casi cinco décadas y ahora lo quiere empatar con otra guerra, la del terrorismo, que sólo ha dejado devastación, violaciones a los derechos humanos y a legislaciones internacionales en los países en los que ha invadido.
Al final, pareciera que el verdadero terrorista es otro.
Cecilia González, escritora y periodista