El proceso de acumulación capitalista, rentístico y promotor del subdesarrollo, que ha imperado en nuestro país desde que el petróleo se consolidó como la actividad económica de mayor preponderancia, ha llegado a su fin. Se agotó. Por ello, estamos obligados como sociedad a trazar un nuevo modelo de crecimiento económico, basado en la producción agrícola. Es la única forma de estar en sintonía con los tiempos convulsos que corren en la actualidad. Igualmente, sólo una transformación de esta situación, nos permitirá establecer un modo distinto de articulación con el resto del mundo, en el marco de relaciones ganar-ganar, con la mirada puesta en nuestros aliados internacionales.
Una de las bases del nuevo modelo económico que estamos obligados a construir debe erigirse sobre la agricultura. Según el Instituto Nacional de Estadística (INE) apenas un 7% de la fuerza de trabajo hace vida en este sector. Es decir, el abandono del campo se concretó y acentúo a lo largo de nuestra historia económica y política en la medida en que los salarios y demás beneficios socioeconómicos se volvieron poco atractivos o inexistentes, en relación con otras actividades económicas que brindaron una mejor remuneración.
Amén de la carencia total de políticas, para impedir o minimizar el abandono de la producción de la tierra. Es evidente que estamos frente a un problema estructural que data de casi un siglo.
El desempeño de la actividad petrolera redujo a su mínima expresión el resto de la economía, particularmente la actividad agrícola. Según los datos disponibles en el Banco Central de Venezuela, al 2018 este importante renglón apenas tenía un peso de 4% en el Producto Interno Bruto (PIB).
Si queremos comenzar a revertir ese magro desempeño, en el último cuatrimestre del año en curso, debemos orientar todos los esfuerzos, de forma coordinada y científica, en estabilizar el tipo de cambio, desactivar la presión inflacionaria y por último, producir más, haciendo uso eficiente de las potencialidades y, sobre todo, las bondades –tipo de suelo, condiciones climatológicas, entre otras– con las que cuenta nuestro territorio. Todas estas ventajas comparativas, constituyen una poderosa fortaleza que debemos capitalizar en función de la reactivación del aparato productivo agrícola nacional.
Igualmente, es fundamental, en el marco de las relaciones internacionales con las potencias emergentes –sobre todo, con nuestros aliados estratégicos en la construcción de un Nuevo Orden Mundial multicéntrico y pluripolar– adquirir tecnologías avanzadas para optimizar los procesos productivos en el campo. Tractores, rastras, cortadoras, cosechadoras, sistemas de riego, entre muchos otros. En fin, tecnología de punta que nos permita contrarrestar el déficit de la fuerza de trabajo, haciendo uso intensivo de los adelantos tecnológicos.
La recuperación del campo hay que verla desde una perspectiva integral, holística. Que va desde una orientación de la oferta educativa hacia carreras afines que permitan en el mediano y largo plazo incorporar fuerza de trabajo calificada, hasta garantizar el acceso a los servicios básicos: agua, luz, internet y telefonía, entre otros. En definitiva, que la fuerza de trabajo cuente con toda la infraestructura necesaria para hacer vida en el campo. Esto nos permitirá redistribuir la población a lo largo y ancho del territorio, reduciendo incluso la sobrepoblación en las principales ciudades.
Aumentar la producción agrícola nos permitirá abastecer el mercado interno y sobre todo combatir el flagelo de la inflación, que está pulverizando el poder adquisitivo del trabajador, en una coyuntura bastante compleja: pandemia, crisis capitalista a escala mundial, crisis del capitalismo venezolano. Y todo ello, en el marco del criminal bloqueo financiero y comercial, que nos impone el Gobierno imperialista de los Estados Unidos. Retomemos el grito del General del Pueblo Soberano, Ezequiel Zamora, de: Tierras y Hombres Libres. No dudemos ni un instante que ¡Producir es vencer!