PIB, agricultura y discusiones | Por: Francisco Ojeda

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Ha finalizado el año 2022 y el Banco Central de Venezuela ha publicado las cifras del Producto Interno Bruto por clase de actividades económicas. No he podido dejar de revisar con entusiasmo los análisis optimistas -y los no tan- al respecto del crecimiento del sector agrícola por trimestre y el acumulado.

He visto como algunos compañeros enfatizan, a partir de las cifras publicadas, que este año que recién inicia será “muy duro”. Ante tales afirmaciones o proyecciones no puedo dejar de recordar a dos importantes maestros que a lo largo de sus enseñanzas realizaban una lectura diferente, aunque similar, a la agricultura, el campo y su complejo devenir histórico.

Cómo debemos asumir eso que llamamos “crecimiento” cuando hablamos de la agricultura en un país tan particular como el nuestro. Venezuela es un país de estallidos. Así como estalló el Zumaque I en 1914, mucho antes estalló el cacao y poco después estalló el café. Estallidos, explosiones, pues han sido fenómenos cuyos puntos cúspides pasan rápido y quedan en historia. Todo parece ser epiléptico.

Al vertiginoso crecimiento de las exportaciones de cacao en el siglo XVIII le siguió, en fenómeno casi sustitutivo, el café. Entre uno y otro aparecimos en el mapa, se conoció nuestro nombre, la administración del imperio nos tomó en serio y hasta una Guipuzcoana nos encallaron. Pero, ¿crecimos? Se pregunta Enrique Nóbrega, maestro e historiador, no lo sé, se dice así mismo.

Nuestra frontera agrícola, toda unida en un espacio geográfico, nunca llegó a cubrir una dimensión superior a lo que hoy llamamos Margarita. Y los cimientos que formó, continua el maestro en términos irónicos, fueron tan fuertes que con la llegada del petróleo huyeron asustados.

Es difícil medir el crecimiento de nuestra agricultura cuando se aplica una mirada multifactorial. En 1946 se creó la Corporación Venezolana de Fomento, la cual utilizó importantes recursos de la nueva actividad petrolera para inyectarle al campo. Del 46 al 76, tan solo 30 años, se realizó una reforma agraria, se creó Bandagro, el ICAP y el FCA y se establecieron un sinfín de centros de estudios para la agricultura. Pero esos años, en proceso paralelo, se profundizó el conflicto por la tierra, se desestimó al campo y al campesino en términos sociológicos y culturales, y la agricultura como actividad se dormía cada vez más ante los influjos del petróleo y su dinámica, su cultura, su visión del tiempo y de la vida. Con tantas instituciones y esfuerzos, ¿crecimos? Se pregunta Alberto Micheo, un jesuita estudioso –como muy pocos- de nuestra agricultura y ruralidad venezolana.

Difícilmente, se responde a sí mismo. El crecimiento en el campo no se mide con un numero según su aporte a la nación. Se mide en sus hombres y mujeres, en su capacidad de comunicación con el mundo más allá de las charqueras, los molinos, los alambres, en su posibilidad de estar al tanto de las grandes discusiones ideológicas del momento, en su capacidad de quitar del entender de la gente esa visión de resignación, pasividad, conformidad e inmovilidad que tradicionalmente se le asigna al campesino.

Nóbrega y Micheo nos decían eso, intentando reflejar la complejidad ante la simplicidad de un número de crecimiento. No obstante, en términos técnicos, el numero refleja hechos, acciones, que también se enmarcan en circunstancias particulares, especificas, que le dan u otorgan al mismo número un carácter singular. Por ejemplo, hablar de un crecimiento de 4.84 porciento de un sector como el agrícola en el PIB puede parecer bajo. El número, deslastrado de contexto y circunstancia, es frio y parco. No obstante, ese número aprehendido bajo las circunstancias mundo, ante la coyuntura país, denota otra cosa.

Crecer, sin importar el porcentaje, con la casi maldición de una pandemia global como la del COVID-19, no es poca cosa. Acusar un número positivo en el PIB de un país como Venezuela que hoy se encuentra en el tránsito de una contracción económica multifactorial, en donde el boicot, la clausura y el secuestro de importantes recursos, relaciones y activos, está en marcha, es casi épico. Hablar de cuatro trimestres de crecimiento agrícola en un país en donde la ruralidad ha sido el sector más golpeado en medio de todas estas coyunturas es, para hablar como Fernando Coronil, una proeza de lo imposible, la magnificencia de la voluntad, el atisbo del cambio, la posibilidad de lo nuevo.

Toca, entonces, ser como los optimistas -y los no tan-. El número, aunque refleja un sol, hay un cielo llenó de oscuranas. La agricultura va creciendo y le toca seguir creciendo, aun y con las sequias que se auguran; a pesar de las inundaciones que se pronostican; con la amenaza o casi certeza del aumento de los fertilizantes que los conflictos acarrean; apostando, sobre todo, a nuevas dinámicas sociales a lo interno, con esquemas productivos novedosos y armónicos con la naturaleza, con una percepción de escala, productividad y rendimiento diferente, atendiendo a los mercados locales e inmediatos a partir de un relacionamiento territorial nuevo, humano, comprometido.

FRANCISCO OJEDA


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