El propósito de la ficción parecería ser poblar la memoria de símbolos perdurables.
Hace años enciendo el televisor y aparece Vanessa Redgrave rapada al estilo Juana de Arco en la Hoguera, en una película de la cual sólo llego a conocer el guionista -Arthur Miller- y el título: Música del alma para no llorar. Se trata de Playing for Time, dirigida en 1980 por Daniel Mann (https://es.wikipedia.org/wiki/Playing_for_Time_(pel%C3%ADcula). El guión de Arthur Miller está basado en las memorias de Fania Fenelon, quien participó en una banda de música de prisioneras en el campo de exterminio de Auschwitz. Los horrendos dilemas que expone son entonces más que reales. Ha surgido controversia sobre el papel que las referidas memorias asignan a algunas de las reclusas. No todos los condenados recuerdan el mismo Infierno. Estamos ante un caso de conciencia: algo que nos concierne, como actores o espectadores.
El guión procede con la lógica de un teorema. La Música del Alma debe tocarla una banda de prisioneras en un campo de exterminio alemán. Con ello todos salen ganando. Las intérpretes, porque escapan de la cámara de gas. Los verdugos, porque tranquilizan a los condenados, obtienen mejor rendimiento del trabajo forzado y aparecen como protectores de la cultura. Las víctimas, porque acaso se engañan creyendo que marchan hacia una feria y no hacia la ejecución.
Advirtamos que las intérpretes de la Música del Alma no deben quejarse. Una astuta política cultural las ha rodeado de privilegios. No sólo han escapado de morir: también de cavar fosas con agua helada a la rodilla. Tienen barraca propia, la oportunidad de ejercitar su arte, y si hacen una interpretación admirable, obtienen un cepillo de dientes de medio uso o un trozo de papel de los bienes que las autoridades del campo expolian a los demás reclusos. Reconozcamos que éstos gozan hasta de democracia, porque pueden elegir a los jefes de barraca, responsables de hacer cumplir las políticas económicas de los amos.
Nada es perfecto en este mundo. Fania no puede dejar de mirar por la ventana de la barraca lo que pasa en el resto del campo. No puede olvidar que las amables autoridades son saqueadoras y masacradoras; que el rendimiento económico se logra exprimiendo a los trabajadores hasta la inanición y que -irrisión de irrisiones- la Música del Alma es parte del sistema. Las reclusas acosan a una de ellas porque se acuesta con los verdugos. La inculpada responde que las otras hacen algo peor: los divierten. El precio de la venta ha sido un trozo de pan. La prostituida lo regala a Fania, que está exhausta. Yo no quiero decirle al lector si Fania logra o no tragar ese pan. Le propongo un ejercicio espiritual: ¿usted, qué haría?
Para no seguir de aguafiestas que cuenta películas, sustituyamos el resto de la narrativa por un examen de conciencia. Si Fania no pudiera seguir soportando mirar por la ventana porque sabe que no podrá contarlo a nadie (ni siquiera a Dios, que no existe) ¿miraría usted en su lugar? Si la reclusa directora de orquesta justificara la Música del Alma diciendo que un artista debe dar siempre lo mejor de sí ¿tocaría usted ese son? Si usted fuera simple recluso, rumbo al patíbulo o a la muerte por inanición ¿qué pensaría de la Música del Alma y de sus intérpretes?
No son preguntas ociosas. Los procesos de Nuremberg condenaron a muerte a varios jerarcas nazis. Entre los que salvaron la vida, con condenas comparativamente leves, se contaba Albert Speer, arquitecto del Tercer Reich, pero planificador y administrador del sistema de trabajos forzados en campos de concentración gracias al cual tres o cuatro millones de obreros esclavos prolongaron dos a tres años más la Segunda Guerra Mundial.
La ventana del campo de concentración no permitía a las reclusas mirar hacia el pasado. Así habrían descubierto que la hegemonía de sus países desarrollados de Europa se fundó en la creación de Imperios coloniales concentracionarios en Asia, África y América Latina.
La ventana sigue abierta sobre Nuestra América, el continente más desigual del mundo: ante ella mueren al año un millón de niños de enfermedades evitables o de hambre; más de la mitad de la población está en la miseria; cada niño debe al nacer cerca de dos mil dólares; cada diez años esta deuda aumenta en más de un tercio; y para mantener el orden se recurre alternativamente a la masacre y a la Música del Alma.
Uno de los postigos revela la situación en el mundo. La décima parte de la población mundial padece miseria extrema. El campo de concentración ha devenido el modelo económico por excelencia. En los países desarrollados el capitalismo le ha descubierto una nueva aplicación: la tercerización, o deslocalización. Gran parte de los procesos productivos contaminantes, riesgosos y altamente explotadores han sido transferidos hacia el Tercer Mundo, donde la baratura de la mano de obra y la supresión brutal de los derechos laborales y sociales la hace equiparable a la del trabajo forzado. El capital logra así una doble victoria contra los trabajadores: los del Primer Mundo pierden sus empleos y sus efímeras ventajas; ciudades como Detroit devienen pueblos fantasmas con fábricas paralizadas. En el Tercer Mundo, el trabajo deviene mercancía en baratillo, absolutamente carente de derechos, para la cual está prohibida toda sindicalización y organización. Las ventanas del Campo de Concentración dan a un universo concentracionario.
Pero no apartemos todavía los ojos de ese postigo. Puede que se abra sobre Gaza. Quizá las reclusas obligadas a comprar con melodías minutos de existencia no desviarían la mirada de los niños que no tienen con qué comprar un instante de vida.
Un estremecedor montaje de Grotowsky revela que todas las Acrópolis, de las que tan orgullosos nos sentimos, son en realidad el producto del trabajo expoliado. Pero los campos de concentración pasan; sólo la música queda. Ningún horror, pero tampoco ninguna dicha, podrá evitar que se siga tocando la música, acaso el único indicio tangible de la existencia del alma, que no es quizá otra cosa que la facultad de llorar.
LUIS BRITTO GARCÍA
Filósofo
ÚN.