La invasión de Ucrania | Por: Rafael Poch de Feliu

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Desde el punto de vista de los intereses europeos, nada sería más sencillo que establecer estatutos de neutralidad y renunciar al despliegue de armas nucleares.

Que Rusia vaya a “invadir Ucrania”, ocupando todo el país, está completamente descartado. En las calles de Budapest todavía se ven los rastros de la ocupación soviética de 1956. Lo de entonces en Hungría sería de risa al lado de lo que pasaría en Ucrania en tal caso. Eso es algo evidente para cualquiera mínimamente informado, así que no merece la pena extenderse.

Otra cosa es que, ante la falta total de resultados de la reclamación de Rusia a Estados Unidos y la OTAN, exigiendo garantías de seguridad, debería haber una respuesta “fuerte” de Moscú. Rusia anunció “medidas militares”. ¿Cuáles? Como mínimo colocar misiles nucleares “tácticos” en Bielorrusia, Kaliningrado y demás. Como máximo, una anexión del Donbass con el beneplácito de la población local. Los actuales precios del petróleo al alza y la previsión de que se mantendrán permiten con creces al Kremlin sufragar los costes económicos de tales operaciones.

Podrían hacerse también militarmente con la zona al sur del Donbass (Mariupol) para organizar un cinturón de seguridad en dirección sur-oeste y empalmar las dos zonas rebeldes con Crimea, pero esto último me parece extremadamente arriesgado. La población de los distritos ucranianos de Zaporozhia y Jersón, mayoritariamente rusoparlantes como la de Odessa, no lleva su rusofilia hasta el extremo de desear ingresar en Rusia y romper con Ucrania, como fue claramente el caso de la población de Crimea en 2014. En esa hipótesis extrema, habría mucha violencia y la ocupación rusa se convertiría en un infierno…

Lo que está claro es que Moscú hará algo. De lo contrario, todo parecería un farol. El oso ruso, que después de veinticinco años sin hacerle ni caso ha proclamado “línea roja” y tanto gruñe, perdería la cara. Toda la movida que ha iniciado Moscú con la exigencia de “garantías de seguridad” no es teatro. Va en serio. Estaría bien que nuestros medios de comunicación, nuestros expertos y nuestros políticos informaran sobre (y se leyeran) los documentos propuestos por Moscú.

El proyecto de acuerdo propuesto a Estados Unidos para disminuir la tensión en Ucrania señala en su artículo 1 que las dos partes, “no deben emprender acciones que afecten a la seguridad del otro”, y en el artículo 2 propone que las organizaciones internacionales y alianzas militares de las que forman parte, “se adhieran a los principios contenidos en la Carta de las Naciones Unidas”. Hay muchos otros aspectos interesantes, por ejemplo en el artículo 7 se dice que “las partes deben abstenerse de desplegar armas nucleares fuera de sus territorios nacionales y repatriar a su territorio las que ya tengan desplegadas”. El mismo artículo apunta que las partes “no deben entrenar al personal civil y militar de los países no nucleares para usar armas nucleares”, ni “realizar maniobras que contemplen el uso de armas nucleares”. Es la OTAN quien hace todo eso: mantiene armas nucleares en países como Bélgica, Alemania, Holanda, Turquía e Italia, y sus militares son entrenados en el manejo de bombarderos con capacidad nuclear.

Rusia pide que la OTAN cese todo empeño en ampliarse hacia el Este, particularmente hacia Ucrania y Georgia. Que garantice que no estacionará baterías de misiles en países fronterizos con ella. Que se restablezca el acuerdo INF que Estados Unidos abandonó unilateralmente en agosto de 2019 y que se abra un diálogo Este/Oeste en materia de seguridad. Todo esto es manifiestamente razonable y merece una discusión pública a todos los efectos.

Es obvio que Estados Unidos no quiere saber nada del asunto y las razones son claras: aunque el verdadero adversario de Washington está en Asia, la gran potencia imperial americana dejaría de serlo en cuanto dejase de dominar Europa. Ese es, precisamente, el cometido de la OTAN. Henry Kissinger lo expresa así: “Sin Europa, América se convertiría en una isla distante de las costas de Eurasia, se vería en la soledad de un estatuto menor”. Así que es imperativo mantener la tensión en Europa y para ello hay que continuar metiéndole el dedo en el ojo al oso ruso. Pero, ¿tiene eso algo que ver con “intereses europeos”?

Salvo raras excepciones, los periodistas y expertos europeos contribuyen a esa insensata y ajena cruzada pro Ucrania. Explican la cronología de la agresividad rusa comenzando con la invasión rusa de Georgia de 2008, siguiendo con la anexión de Crimea de 2014 y concluyendo con el fomento de la rebelión separatista en la región del Donbass pocos meses después.

No explican que la entrada de los rusos en Georgia tuvo lugar después de que el ejército georgiano penetrara en Osetia del Sur –una de las regiones étnicas de Georgia peleadas con el gobierno de esa república– donde el ejército ruso tenía el estatus de fuerza de mantenimiento de la paz de Naciones Unidas, en lo que fue un episodio de guerra relámpago del presidente georgiano Mijaíl Sakashvili bendecido por el Presidente George W. Bush y aprovechando que Putin viajaba a China para la olimpiada de Pekín.

No explican que Rusia se anexionó Crimea solo después de que Estados Unidos y la Unión Europea promovieran un cambio de régimen sobre la ola de una gran protesta popular que derribó al gobierno legítimo de Ucrania, y cuyo momento determinante fue el oscuro y mortal tiroteo de civiles en Kíev, probablemente a cargo de los golpistas y sus padrinos occidentales.

Occidente, que nunca ha movido un dedo por la anexión de Jerusalén Este y los Altos del Golán por parte de Israel, por la ocupación del Sahara occidental a cargo de Marruecos, o por la ocupación de la mitad de Chipre por Turquía, operaciones todas ellas realizadas contra la voluntad de la mayoría de la población, impuestas mediante la represión y la limpieza étnica, monta un gran escándalo por la anexión rusa de Crimea, incruenta y que contó con el aplastante apoyo de su población.

Nuestros periodistas y expertos tampoco quieren situar la actual crisis en su perspectiva de treinta años y prefieren omitir las escenas en las que Putin lo explica con meridiana claridad.  A cambio, nos ofrecen diariamente la pormenorizada crónica de los desmanes y fechorías del régimen de Putin, o de Xi Jinping, la mayoría de ellas completamente reales, sin cotejarla con los mucho peores crímenes y fechorías de las potencias occidentales. La eliminación de adversarios con polonio en Londres, la infame negación de responsabilidad en el derribo del vuelo de Malaysia Airlines del 17 de julio de 2014, con sus 300 muertos y las demás flores de Moscú coincidieron mas o menos con el tiempo en que un presidente de Estados Unidos galardonado con el Premio Nobel de la Paz se desayunaba cada día en la Casa Blanca firmando las listas de la gente que su ejército eliminaba con drones por doquier en el mundo. Centenares de asesinatos extrajudiciales.

Brutal está siendo la ilegalización de la organización rusa “Memorial”, dedicada a la memoria de los crímenes del estalinismo en los terribles años treinta soviéticos. El escándalo por el trato a esta organización de furibundos liberales anticomunistas, cuyos promotores siempre han considerado las masacres de Stalin y su régimen como una consecuencia lógica de la Revolución de Octubre, está más que justificado, pero siempre será un escándalo ambiguo e incompleto sin atender al holocausto de las guerras de Washington posteriores al 11-S de 2001. ¿A qué memoria tendrán derecho en Occidente los 38 millones de desplazados que esas guerras han producido desde Afganistán a Libia, pasando por Yemen, Pakistán, Irak, Somalia, Siria o Filipinas?

Es posible que a causa de su estupidez estratégica y de la mano de Estados Unidos, Europa se meta en una fase peligrosa y turbulenta con Rusia. Desde el punto de vista de los intereses europeos, nada sería más sencillo que renunciar a armas nucleares en la parte oriental del continente y establecer un estatuto de neutralidad para los países del Este de Europa, o como mínimo para Georgia, Ucrania y los países bálticos. La histeria con la que se replica a ese tipo de escenarios, diciendo que cualquier concesión en esa dirección supondría un “nuevo Yalta” (Borrell) o hacer de esos países, “satélites de Rusia”, es absurda. No fueron satélites Austria (cuyo Staatsvertrag de 1955 le dio la plena soberanía, sin militares extranjeros a cambio de un estatus de neutralidad), ni Finlandia, en una época en la que el poder de Moscú era infinitamente superior, y no lo serán ahora. No es el sometimiento a Moscú de ningún país lo que está en juego. Es la seguridad de Rusia, país frágil que no conviene agitar por su alto potencial de inestabilidad interna. Es la paz y la soberanía bien entendida, en Europa.

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