¿Hay perspectiva anticapitalista en América Latina y el Caribe? | Por: Hugo Moldiz

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No la hay menor duda que América Latina y el Caribe se han convertido en un territorio de ardua disputa en lo que va del siglo XXI entre las fuerzas políticas, en su excepción más amplia, que apuestan a mantener las relaciones de dominación/subordinación y las que desafían, en su diversidad, a un horizonte emancipador. Todavía la tendencia predominante no está clara, pues en esta disputa se han registrado avances y retrocesos táctico-estratégicos de las corrientes que rechazan las pretensiones hegemonistas de los Estados Unidos, de una parte por la contraofensiva imperial y, de otra, por las limitaciones de la izquierda en el gobierno para rebasar los umbrales del capitalismo.

Las fuerzas progresistas y de izquierda no cuentan con un horizonte emancipador común. La coincidencia está en el rechazo al fundamentalismo neoliberal y a las formas cada vez más autoritarias de los Estados Unidos, considerado por Fidel Castro como el imperialismo más poderoso que la Humanidad haya conocido jamás. Pero sus diferencias están en su posición ante el tipo de organización capitalista de la vida social, lo que ciertamente pone de manifiesto la existencia de varias corrientes: los que pretenden una reforma dentro del sistema, con una mayor participación del Estado en determinados campos, los que no reniegan de un modelo neoliberal pero lo quieren menos ortodoxo, y los que mantienen su aspiración por marchar hacia un horizonte postcapitalista, aunque no estén muy claras las ideas de cómo avanzar en esa dirección.

Con el triunfo de la Revolución cubana es que América Latina y el Caribe, que nunca ha dejado de ser una prioridad para los Estados Unidos, ya sea contemplada en su política exterior o como parte de su “política doméstica”, como sostuvo el estratega Brzezinski, se inicia una tercera ola por la emancipación [1] que, en términos generales, ha atravesado por dos momentos o “ciclos” [2] y, obviamente, “contraciclos”: el primero contempla a las décadas del 60 y 70 [3], cuando en la Región se registró la irrupción de movimientos de liberación nacional, predominantemente armados, y la presencia de gobiernos militares de orientación nacionalista que, como era de esperarse, tampoco eran del agrado de Washington.

A pesar de que los Estados Unidos se habían constituido en potencia hegemónica al cabo de la Segunda Guerra Mundial, el surgimiento de procesos contestarios en su “patio trasero”, alentados por la victoria de la “revolución de barbudos” a solo 90 millas de su territorio, impulsó rápidamente al imperialismo a desarrollar una línea contrainsurgente. John F. Kennedy, quien asumió la presidencia en 1961, recibió de parte de sus consejeros el criterio de que la radicalidad del Tercer Mundo –ya fuera descrito como socialismo o nacionalismo radical–, era una amenaza a los intereses estadounidenses que había que tomar muy en serio [4]. La respuesta imperial se tradujo en la intervención militar directa, como ocurrió en República Dominicana en 1965, pero también a través de la instalación de gobiernos militares de la Seguridad Nacional, y a fines de los 70 con la promoción de la “democracia viable” y los “Derechos Humanos” de Carter. Al amparo de la Doctrina de la Seguridad Nacional y el concepto de “enemigo interno” se “erradicó” a los movimientos guerrilleros en Bolivia, Perú, Brasil, Uruguay, Argentina, Puerto Rico y República Dominicana, aunque no sucedió lo mismo en Colombia. También se acabó con las experiencias nacionalistas de Velasco Alvarado en Perú y Juan José Torres en Bolivia.

Si bien los pueblos no dejan de luchar nunca, la estrategia estadounidense arrojó resultados. La estabilidad política fue el rasgo central entre las décadas del 80 y 90, con la instalación de regímenes democráticos burgueses, hasta el punto tal que cientistas sociales afirman que, sobre todo en los 90, se produjo la transformación política más importante después de las guerras de la independencia [5].

En los 80 se terminó con los pocos focos nacionalistas que todavía perduraban, como son los casos de Granada (1983) y Panamá (1989). Cuba quedaba solitaria y en resistencia al criminal bloqueo que le fue declarado desde 1961; y en Colombia el movimiento guerrillero no contaba con posibilidades favorables para la “toma del poder”, aunque al mismo tiempo el sandinismo se alzaba triunfante en 1979 en Nicaragua, pero mediante un proceso electoral impuesto por los Estados Unidos abandonó el poder 10 años después.

En la década del 90, tras la caída de la URSS, la lucha anticapitalista se debilitó pues muchas organizaciones de izquierda, comunistas entre ellas, ingresaron en una crisis de paradigma. No pocas retrocedieron en sus posiciones y se desplazaron hacia la socialdemocracia en el mejor de los casos. Las banderas de cambio de sistema fueron archivadas, el socialismo dejó de ser el horizonte a alcanzar y la democracia modelada a gusto de los Estados Unidos se impuso como forma predominante de hacer política. El discurso del “fin de la Historia” cuajó y el modelo neoliberal se estableció.

Sin embargo, cuando todo hacía suponer que el mundo unipolar había llegado para no irse más, las propias limitaciones del Consenso de Washington para atender la creciente demanda de la población fueron sentando condiciones “desde abajo” para abrir otro ciclo de luchas populares con efecto estatal e internacional. La ola de privatizaciones y transnacionalizaciones, el achicamiento del Estado, la política de domesticación de los sindicatos y la liberalización de la economía no produjo el esperado “rebalse” [6] que iba a bañar a todos. Tampoco dio resultado la militarización del continente, particularmente en el Cono Sur, bajo el pretexto de la Guerra Internacional contra las Drogas y el intento de imponer el Área de Libre Comercio en las Américas (ALCA) fracasó.

Desde fines del siglo XX, con el triunfo político-electoral de Hugo Chávez (1998) y el inicio de la Revolución bolivariana (1999), la correlación de fuerzas en América Latina empezó a modificarse rápida y sustancialmente, pues de un continente sumergido en un mar neoliberal, con la sola resistencia de Cuba, al concluir la primera década del siglo XXI, la irrupción de “los de abajo” permitió, en distintos grados, la instalación de gobiernos progresistas y de izquierda que modificaron el tablero geopolítico de la Región. Hasta fines de 2012 los vientos soplaban a favor de las corrientes latinoamericanistas. Cerca de 10 Estados estaban gobernados por el progresismo y la izquierda, aunque cada uno de ellos con distintos grados de radicalidad; Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay, Honduras, El Salvador y otros países caribeños pasan por similar experiencia.

El optimismo se apoderó de las fuerzas populares y no era para menos. Los pueblos han estado siempre en resistencia a los planes de la burguesía imperial y de sus socios locales, pero esta era la primera vez que la ola expansiva producida por la Revolución cubana había logrado sintetizarse en gobiernos rebeldes a los mandatos de los Estados Unidos. El primer momento o ciclo inmediatamente registrado tras el triunfo de la revolución en Cuba fue mucho más radical en los métodos y el horizonte que pretendía alcanzar: la liberación nacional y el socialismo; el segundo ciclo (que el progresismo presenta como primero) fue por la vía de la participación en elecciones y con horizontes más difusos. Pero en el segundo, y no el primero, es que la izquierda ha logrado romper la camisa blindada que los Estados Unidos y las clases dominantes le habían colocado a sus regímenes políticos asentados en democracias restringidas. Empero, la sospechosa muerte de Hugo Chávez dejó un vacío en la articulación de los procesos progresistas y de izquierda.

Sería un error considerar a estos procesos y gobiernos como un todo homogéneo. De ahí que se hace más que necesario, para una mejor valoración de lo que se hizo y se dejó de hacer, y también para saber lo que se debe ajustar, aglutinar estas experiencias en dos grandes campos: el progresismo y la izquierda.

El progresismo es bastante heterogéneo, pues está compuesto por partidos y organizaciones que se mueven guiadas por la reforma social progresista dentro del sistema y la institucionalidad vigentes. Es decir, es la reforma como estrategia y no como táctica [7]. Estamos hablando de Argentina, Brasil, Honduras y Paraguay. No es que en estos países no hubieran existido corrientes por el socialismo, pero la hegemonía estaba en otras fuerzas que hicieron del “posibilismo” su espejo [8].

El campo de la izquierda es igualmente diverso. De una parte destacan gobiernos que emergieron como respuesta al “punto de no retorno” que marcó la profunda crisis de Estado y que se han caracterizado por desarrollar, desde abajo y desde el gobierno, procesos y asambleas constituyentes, que son las formas histórico-concretas de las revoluciones políticas en el siglo XXI. Estamos hablando de Venezuela, Bolivia y Ecuador, pero, a la par, de Nicaragua, donde el sandinismo retornó al gobierno en 2006. A partir de la segunda parte de la década del siglo XXI se empezaría a notar el distinto nivel de desarrollo y radicalidad de esos tres procesos, de los cuales uno recorrió el camino de la “reversión” desde 2017, cuando el presidente Lenín Moreno –quien llegó al gobierno con el mismo movimiento que encumbró a Rafael Correa– se alineó a la política de Washington. En el caso de Bolivia, a pesar de los cambios profundos introducidos en varios campos, no pasó de la revolución política a la revolución social, lo que implicó su estancamiento ya antes del golpe de Estado de 2019, y Venezuela optó por una mayor radicalidad.

Pero también hay otras experiencias en las que partidos o coaliciones de izquierda, como el Frente Amplio (FA) en Uruguay, el Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) en El Salvador y el Partido de los Trabajadores (PT) en Brasil, a pesar de sus historias, solamente llevaron a cabo políticas progresistas que no apuntaban a modificar estratégicamente las relaciones de poder vigentes, ni mucho menos superar la frontera del postneoliberalismo.

Los tres últimos países en incorporarse en este “segundo ciclo” de la lucha progresista y de izquierda, que al mismo tiempo confirmaban la vigencia de la tercera ola por la emancipación en América Latina y el Caribe son México en 2018, Perú en 2021 y Colombia en 2022. En el caso argentino se retoma el rumbo, en diciembre de 2019, después de haber perdido las elecciones en 2015; y en Bolivia, en noviembre de 2020, tras un histórico triunfo de Luis Arce y David Choquehuanca con más del 55% de la votación. De los últimos tres países en los que ganó el progresismo, Chile se alineó a los Estados Unidos en varios temas de política internacional; en Perú el imperio revirtió el proceso en el marco de una estrategia continental; y Petro muestra su talente latinoamericanista. Estados Unidos aprovechó las serias contradicciones en el Perú y, tras un error del presidente Castillo de clausurar el Congreso Nacional, llevó adelante un golpe de Estado e instaló, en los hechos, una dictadura civil-militar a la cabeza de Dina Duarte.

A manera de síntesis, salvo en Ecuador y El Salvador, donde todavía no es posible determinar la magnitud del retroceso al que ha llevado la revolución/restauración (revolución pasiva) conducida por Lenín Moreno y Nayib Bukele, respectivamente, las revoluciones de Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia enfrentan, dentro de la dinámica revolución/contrarrevolución, el gran desafío de fortalecerse “desde arriba” (gobiernos y Estado) y “desde abajo” (sociedad civil). Una prematura electoralización dentro del Movimiento Al Socialismo (MAS) para las elecciones de 2025 ha construido territorio minado que podría hacer explotar la gestión de Arce y poner freno al Proceso de Cambio. En un distinto nivel, es también un desafío de la misma naturaleza para los gobiernos de Argentina, México y Colombia.

América Latina vive desde 1998 el momento más extraordinario de su historia, pero al mismo tiempo el más delicado si las revoluciones no rectifican sus errores y no se profundizan. En América Latina la disputa entre dominación y emancipación se traduce, desde 2015, en un frágil e inestable equilibrio de fuerzas. La inclinación en una u otra dirección va a depender de lo que las fuerzas en disputa construyan local, nacional e internacionalmente.

 

 

HUGO MOLDIZ

Rebelion.org


 

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