Por: Luis Salas Rodríguez
El principio del cual parte Freud en su célebre El Malestar en la Cultura, es que el otro, los otros, es decir, todos aquellos y aquellas que no somos nosotros mismos, potencialmente molestan.
Por eso para Freud resulta una tarea titánica el mandamiento cristiano de amar al prójimo como a uno mismo. Y es lógico. Pues, como se pregunta el alemán: ¿cómo hacer para amar, como si fuera yo mismo, a quien no es yo o cómo yo, que a lo mejor ni me agrada ni sirve? ¿Por qué tendríamos que hacerlo? ¿De qué podría servirnos? Pero ante todo: ¿cómo llegar a cumplirlo? ¿De qué manera podríamos adoptar semejante actitud?
Y es que si mi amor es para mí algo muy precioso y valioso –continúa– no tengo por qué a derrocharlo insensatamente. Y menos aún si eso me impone obligaciones que debo estar dispuesto a cumplir con sacrificios de tiempo, esfuerzos, recursos, etc. En tal virtud, si amo a alguien es preciso que éste lo merezca por cualquier título: bien porque es “mío” (mi hijo, mi pareja, mi madre, etc.) O bien porque me sirve para algo. Pero si no me sirve para nada o no lo conozco o peor aún si no me gusta, me es hostil y puede incluso hacerme daño, ¿cómo voy a llegar a amarlo y más como si fuera yo mismo?
La conclusión de Freud es que tal mandamiento es antinatural y de por sí imposible de cumplir. Pero –y esto es lo fundamental– ésta no es esa razón suficiente para abandonarlo. Por el contrario, precisamente por eso, hay que insistir siempre en él.
Y no se trata de cumplir el precepto porque se es cristiano. Es decir, no se trata de hacerlo porque es la orden que un Dios tal o cual dicta. Más allá del hecho específicamente cristiano, para Freud es la idea de comunidad implícita en la expresión la que es necesario conservar. Ya que de lo contrario, la vida en sociedad se desintegra, los lazos sociales se disuelven y la vida degenera en eso que Hobbes llamó el estado de guerra, de la lucha de todos contra todos, del sálvese quien pueda, la ley del más fuerte y donde el hombre es el lobo del hombre.
Es decir, para mantener la vida en sociedad, ser animales sociales, lo mamíferos humanos y primates evolucionados que hemos llegado a ser, es necesario el amor y la solidaridad, el tender puentes hacia nuestros próximos y los no tanto.
Esto, desde luego, no está exento de tensiones y ciertamente nos impone responsabilidades, sacrificios e incluso genera malestares (que es justo lo que Freud identifica como el malestar en la cultura), por lo que no se trata de asumir una actitud de come flor. Y mucho menos se trata de excluir las diferencias y ni siquiera la competencia de las actividades humanas. Como señala Freud, la rivalidad no significa necesariamente hostilidad: solo se abusa de aquella para justificar ésta. Lo mismo pasa con la diferencia, que no presupone necesariamente el conflicto.
Esta aclaratoria es importante porque el fascismo en su versión clásica, busca suprimir la diferencia creando un orden social homogéneo entre “iguales”: el nazismo, el fascismo y el sionismo son los ejemplos más claros. Y es este tipo de fascismo el que resurge actualmente en los movimientos anti-inmigrantes, que entre otras cosas, provoca masacres como la ocurrida en Nueva Zelanda en días pasados. En el caso nuestro venezolano, este fascismo también está presente, incluso con sus clisés anticomunistas, racistas y de fundamentalismo católico, algo que he venido germinando en el seno de grupos antichavistas que ya no tienen reparos en llamar abiertamente al exterminio de los chavistas como “solución final” al conflicto político actual. Pero por peligroso que resulte, ante este fascismo se cuenta con la ventaja de que al tener un discurso político manifiesto, identificarlo es relativamente simple. Lo que es más complejo en el caso de cierto fascismo “apolítico” y “no-ideológico” también proliferante, que más por comodidad que por otra cosa llamaré fascismo millennial y que es sobre el cual quería comentar algunas cosas en las líneas que siguen.
II
Si bien no existe consenso con respecto a los nacidos exactamente en cuáles años entran dentro de la etiqueta millennials (algunos cuentan de entre principios de los 80 hasta mediados de los 90, otros de mediados de los 70 hasta principios de los 90) en lo que todos coinciden es en que los catalogados como tales cumplen al menos los siguientes rasgos fundamentales:
1) viven pegados en las redes sociales, desde donde ven el mundo; 2) están convencidos de que todo se lo merecen y lo alcanzarán si se esfuerzan lo suficiente; 3) se consideran especiales y únicos, más allá de cualquier ismo; 4) están determinados a vivir “realistamente”, sin aspiraciones de cambiar nada y solo adaptarse siendo resilientes; y 5) se llaman a aprovechar cada ocasión para reinventarse y explotar todo su potencial individual.
Desde este punto de vista, y más allá de los años específicos en que en que hayan nacido, si miramos con atención, valorativa e ideológicamente hablando, esos y esas que ahora llaman millennials son los hijos e hijas del neoliberalismo. Se trata, pues, de una etiqueta que engloba la forma de ver y el ser en el mundo de todos aquellos y aquellas ubicados dentro de las coordenadas vitales del mundo pos Milton Friedman. Es decir, en cuanto producto generacional, los millennials son la camada de jóvenes –y ya no tanto– nacidos bajo los efectos de los experimentos a los cuales los Chicago Boys sometieron a nuestras sociedades.
A este respecto, se cumple aquí aquello que decía Keynes sobre que todos los hombres y mujeres “prácticos”, que se creen exentos por completo de cualquier influencia intelectual, siempre son esclavos ideológicos de algún economista difunto. Y es que si bien como es sabido el millennialismo rehuye de las ideologías y los ismos, en sí mismo, se trata de una ideología y por tanto un ismo en el sentido más puro del término, solo que es la ideología y el ismo del mundo post-ideológico y sin ismos (y me disculpan las redundancias), contemplado en el paquete neoliberal en cuanto proyecto no solo económico sino también político-cultural.
En tal virtud, el millennialismo es el meta-relato mainstream (a todas estas no el único, pero ese es otro tema) del mundo donde se supone ya no existen los meta-relatos. Pero en cuanto tal, y esta puede que sea el secreto de su fuerza pero también de su perversidad, lo que busca no es solo darle el sentido y ni siquiera exactamente crear las condiciones de aceptabilidad a dicho mundo de forma más o menos resignada (al estilo Thatcher y su “no hay alternativa”), si no festiva y reivindicativamente: el millennialismo es el neoliberalismo convertido en militancia.
Así las cosas, no resulta muy difícil deducir de dónde proviene su potencial fascista. En realidad le brota de varias partes, pero básicamente hay que reparar en un hecho que creo fundamental, comentado por la escritora Erin Griffith en el NYT: y es que toda la retórica millennial sobre las virtudes del emprendurismo y el ser feliz y productivo a toda costa, recuerdan a la propaganda de la era soviética tardía donde se mostraban hazañas casi imposibles de realizar para motivar a los trabajadores e incentivar la productividad laboral en nombre de la “Revolución”. La diferencia es que la propaganda soviética era de suyo anticapitalista, mientras que la millennialista es capitalista en grado sumo. Pero lo importante aquí es que así como la propaganda soviética tardía escondía la realidad distópica de la explotación burocrático-totalitaria, la retórica millennialista disfraza la realidad de la precarización laboral que desata la competencia de muchos por pocos puestos de trabajo, que es la base de la mucho más poderosa explotación corporativa-plutocrática actual.
Ahora bien, puesto que se da el caso de que los millennials no conciben que el problema sea el orden social sino la poca resilencia, esfuerzo o capacidad individual de reinventarse (es decir, individualizan el malestar como un problema adaptativo y no lo politizan, como de hecho a su modo también pasaba en la URSS con la disidencia), no la emprenden contra el sistema sino contra ellos mismos o contra los otros. Para el primer caso está el coaching. Y si esto falla, los antidepresivos y estimulantes, lo que no quita que puedan ir juntos. Pero para lo segundo está el fascismo, en su particular versión del siglo XXI.
III
Volviendo a Freud, debe recordarse que El malestar en la cultura fue publicado en 1930, es decir, en medio de las dos guerras mundiales y de la emergencia de los fascismo europeos, emergencia posible por la crisis económica global y del orden liberal decimonónico. En dicho contexto, la preocupación de Freud (judío-alemán y en cuanto tal, escribiendo desde el corazón de la bestialidad nazi que conocería el mundo) iba por el lado de la capacidad de aniquilamiento alcanzado por la especie humana y si en su lucha eterna la pulsión de agresión sería capaz de ganarle al eros. Ocho años más tarde estallaría la guerra mundial. Y solo en quince, los Estados Unido lanzaría sendas bombas atómicas sobre Japón llevando el nivel de destrucción a un nuevo nivel. El mundo ciertamente no se acabó entonces, pero 60 millones de muertos quedaron como prueba del peligro que encierra el fascismo.
Pero la agudeza de Freud no fue exactamente anticipar eso. Su agudeza fue dar a entender que el fascista no era un sujeto salido de la nada, un otro forastero y lejano que como un accidente siniestro vendría a romper con el orden liberal e ilustrado. Muy por el contrario. El fascista era el lado B, el otro yo, el Mr. Hyde o lado oscuro del mismo sujeto liberal-ilustrado de la civilizada Europa. No era por tanto un extraño y ni siquiera un prójimo: era el mismo tipo de apariencia inofensiva que pagaba los impuestos, recogía la leche en las mañanas luego de comprar el pan y antes de llevar a los hijos a la escuela, la misma persona preocupada tan solo en vivir su vida y los demás que vivan la suya. Y esto último es clave, pues el liberalismo, como hoy el neoliberalismo, predicó una cosmovisión según la cual la máxima virtud y aspiración humana posible –la libertad– era sin embargo definida negativa y hostilmente: “la libertad de cada quien termina donde empieza la de los demás”, reza el famoso postulado liberal, lo que podría traducirse también en que “mi libertad termina donde empieza la tuya” o “la tuya termina donde empieza la mía”. Si se mira bien, el problema con esta definición es que necesariamente concibe al otro como un freno al valor supremo –la libertad– y no como la condición de posibilidad de realización de dicho valor. Así las cosas, en el fondo, para el liberalismo, los otros son todos aquellos que ponen freno a mi posibilidad de ser libre.
Al llevar este planteamiento a su versión más extremista, el millennialismo, en cuanto correlato ideológico y militante del neoliberalismo, eleva a un nuevo nivel de peligrosidad al fascismo. Pues al concebirse la existencia como la perpetua conservación de un espacio vital que no puedo dejar que me invadan para que no me lo coarten, mientras debo luchar contra todos aquellos (y aquello) que me ponen limites, la subjetividad contemporánea millennialista deviene inmediatamente en una exhibición de intolerancia donde cada quien se siente con el derecho a proteger lo que considera es “suyo” (real o potencialmente) como sea y al precio que sea.
Es por esta razón que el fascismo hoy día ya no se trata solo del típico profesional clase media asustado, de la señora racista o el señor moralista al que no le gustan los homosexuales o las feministas y le indignan los “comunistas” (es decir, todo aquel que luche por un derecho laboral o social). El fascista de hoy día puede ser abierta y públicamente homosexual e incluso negro, ser rockero, vegano, feminista, alternativo, etc., pero en la medida en que se trata de un ser concentrado en defender “su” espacio deviene en fascista, al punto que no tiene reparos en coincidir con la señora racista o el señor moralista, como pasa en el Brasil de Bolsonaro, la Argentina de Macri o a la generación de políticos sifri-millennials venezolanos y sus seguidores, subordinados ahora a Trump –que hace menos de un año les parecía un sujeto horrible, populista, el típico americano feo que medios como El Nacional e influencers de extrema derecha como Bocaranda llegaron a tildar hasta del Chávez gringo– solo para ver cumplir su sueño de que les extermine aquello que tanto los molesta: el chavismo y los chavistas.
A propósito de estos tuits, es sorprendente la naturalización del odio, de la muerte y el exterminio como forma de hacer política que ha escalado recientemente en Venezuela, y que incluso ha llevado a que personas hayan sido víctima de actos tan salvajes como ser quemado vivos por su filiación política. Lo peor es que esto se presenta y exhibe como si fuera normal y es dicho o escrito por gente que cree hacerlo de pleno derecho, casi como un acto heroico de ejercicio de su libertad de expresión. Para decirlo con una vieja formula: se trata de una nueva banalidad del mal, potenciada por la impunidad de las redes sociales.
En este sentido, si bien la tarea de combatir el fascismo no puede ser meramente pedagógica (pues, por un lado, en la medida en que se profundice la crisis socioeconómica habrá condiciones que al manipularse sirven a su proliferación, pero además, hay temas que le son asociados como el paramilitarismo y el terrorismo que ameritan otro tipo de tratamiento) es importante rescatar el valor de una pedagogía no solo centrada en la tolerancia sino en el amor y el respeto a la dignidad humana, a re-enseñar por ejemplo que incluso en situaciones de rivalidad o conflicto no es válido ni legítimo quemar personas o lincharlas. Antes que la crisis actual se desatara se avanzó bastante en eso en nuestro país, y creo que la demostración de que funciona, es que pese a todo lo ocurrido y retrocedido en estos años si la situación no se ha desbordado es en buena parte gracias a ello.
Publicado en: http://www.15yultimo.com/