Por: Alberto Aranguibel
Si algo caracteriza el comportamiento de la oposición venezolana en todo lo que va de revolución bolivariana, es que jamás ha estado determinado por una doctrina ideológica o por un dogma de naturaleza institucional, sino por una sensación de proximidad.
Sus emociones no están referidas al logro excepcional de una dirigencia luminosa en la conformación de las ideas de bienestar y progreso que dicen profesar sus militantes.
Surgen más bien esas emociones de la ansiedad que les provoca sentirse cada cierto tiempo (cinco años en promedio) cerca de un triunfo que nunca alcanzan limpia y correctamente, porque en vez de ejercer la política de acuerdo con la norma universal del trabajo de masas y de la elección secreta y directa, siempre escogen el camino de las argucias cazabobos, al mejor estilo de Súmate, o de las acciones de ingenua inspiración guerrillera, como las guarimbas.
En todo eso, los medios de comunicación han jugado un papel decisorio porque son los que le imprimen un carácter épico a esos atajos de desesperación, convirtiéndolos en fórmulas gloriosas de dimensiones casi míticas, como aquello de tocarle el violín a un contingente de la Guardia Nacional en medio de una autopista sin gente, en pueril demostración del supuesto “derecho político” a hacerse del poder sin importar los votos de los millones de electores que apoyen al presidente constitucionalmente electo.
En su eterno ir y venir de frustración perpetua, la oposición siente que está cerca de ese triunfo cuando cualquier evento dispara la sensación de haberse producido el final de una película que no termina nunca, como por ejemplo la “toma” de una base militar que solo existe para las cámaras de televisión porque en realidad los “tomistas” están del lado de afuera del establecimiento. Una vez que esa noticia se convierte en cosa pasada, la oposición se resigna y vuelve a la calma.
Lo que ha sucedido con Guaidó es exactamente eso; un raro fenómeno que surge del disparatado invento de la autojuramentación (a ver qué pasaba) que una vez más ilusionó a la militancia opositora con que estaban cerquita del triunfo.
Quienes aún lo siguen después de su bochornosa actuación como presidente imaginario, lo hacen no porque lo consideren un gran líder sino porque creen estar cerquita.