Cadáveres insepultos | Por: Luis Britto García
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En su novela Memorias de un vividor, Francisco Tosta García aconseja que si un amigo muere, hay que llorarlo, asistir al velorio, acompañarlo a su última morada, pero no enterrarse con él. Más importante es recordarle a algunos finados que pueden despedirse de los vivos, legarles sus bienes y sus males, pero no quedarse a vivir con ellos.
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Difunto, difunto, quien no da más, o nunca dio nada. Quevedo, Darwin, Marx gozan de buena salud y garantizan la nuestra. En cambio han expirado infinidad de notabilidades vivas cuyas obras nacieron muertas. Cadáveres insepultos, los llamó Rómulo Betancourt. Sus intentos de resucitar son macabros, porque regresan tan exánimes como estuvieron siempre.
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Pues el difunto que no fue ni lo uno ni lo otro, vuelve convertido en todo lo contrario. Muchos conspiran sin recordar que ya perecieron de otra muerte. Otros solicitan revocatorios que sólo revocan su buena reputación. Hay quienes cambian el nombre de sus lápidas y sus partidos para ver a quién engañan. Caso de terror es el partido occiso que quiere arrastrar a su tumba a todo lo que fue su militancia. Hay finados que se la pasan votando. Fallecidos poco escrupulosos cobran créditos blandos. Otros ganan supuestos premios de lotería, cuadros del 5 y 6 o subsidios culturales. Algunos dramaturgos han firmado más telenovelas después de fallecidos que cuando malvivían escribiéndolas. A muchos extintos les va mejor en muerte que en vida.
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Del difunto enterrado todos hacen leña. El descrédito de muchos fallecidos viene, no de lo que en vida hicieron, sino de lo que sus seguidores perpetran en su nombre. Trago grueso ante el imperio financiero construido sobre el voto de pobreza. Si así se cumple el de indigencia, cómo será el de castidad. Muere la víctima nuevamente cada vez que los victimarios invocan su nombre como coartada. Debe por encima de todo el finado serio impedir que lo interpreten. La traducción enferma; la interpretación asesina.
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En los cementerios del poder que pudo haber sido espanta quien pudo haber sido poder. Digamos que de muchacho tuvo un buen momento de idealismo o de decencia antes de enterrar sus esperanzas en la remunerativa cripta del billete. De allí sólo sale tembloroso de rabia a perseguir a quienes no se venden. Se exalta, se sulfura contra quien todavía alienta. Fui como eras, serás como soy, dice en los antiguos pudrideros y en los recetarios ideológicos de la osamenta. Polvo eres, y no llegarás ni a polvareda.
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Vaga por las catacumbas de las academias la momia que siente que en todas partes hace falta su palabra admonitoria. Husmea aquí y allá tratando de descargar un buen regaño a quienes le quitaron su puestazo, o sea, todo lo que era. Se sueña en la cátedra, en el paraninfo, en la embajada, en el Palacio de las Academias mientras apostrofa a las audiencias por no prestarle atención a sus reláficas. En hipérboles y metonimias quisiera desgranar apóstrofes limítrofes ante audiencias atónitas. Desaparece entre bostezos.
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No se puede ir al cine sin ver la película difunta que llaman remake o sea alguna cinta buena vuelta a rodar sin las cosas que le dieron calidad. Siempre algún desorientado cree que filmará un Nosferatu mejor que el de Murnau, siempre un gringo sueña que superará Los siete samuráis poniéndoles revólveres y llamándolos Los siete magníficos, y el resultado son cadáveres fílmicos que importunan las salas y afligen cinéfilos, hasta que la falta de creatividad logra que casi toda película mala resulte espectro de una buena, cadáver insepulto de lo que jamás ha muerto.
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En las tiendas de ilusiones sólo se venden antiguallas embalsamadas como nuevas. Hace tiempo impusieron como último alarido las solapas de gángster de 1930 y los sacos tres botones de 1960. Hay muertos que no hacen ruido; en cambio escandalizan melodías difuntas que murieron casi al nacer y que algún empresario relanza sin conseguir más que un novenario espectral, como el charleston o la lambada. Recemos por el eterno descanso de la reposición de géneros literarios, desde el policíaco hasta la novela rosa. No podemos librarnos ya del edificio Frankenstein recosido con órganos de cadáveres arquitectónicos mal ensamblados.
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Sí: los muertos imponen su imperio sobre los vivos, y lo llaman postmodernidad. Basta ponerle a cualquier cadáver la lápida de neo para que pretenda salir de su tumba y meternos en ella: neoliberalismo, neofascismo, neocolonialismo, el racismo de 1920, el liberalismo económico de 1830, el imperialismo de 1492. Paz a sus restos.
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No debe el amor difunto negarse a aceptar la sepultura. Encerrado en su tumba es buen recuerdo; escapado de ella, espectro. Llama, interfiere, intriga, alborota, finge que las cosas son lo que ya no son. Ensaya los mohines que ayer fueron graciosos y lucen hoy macabros. Prueba la estrategia suicida de hacerse recordar, no por inefable, sino por detestable. No muere de una vez por todas: muere todas las veces. Ánima en pena, no sigas dando pena. Luzca para ti la luz perpetua.
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En la novela de Mary Shelley, Víctor Frankenstein crea su Prometeo con materiales nuevos y desata un genio de fuerza incomparable. En la versión fílmica, le injertaron un cerebro de cretino a un cosido de cadáveres dispares y surgió un ideólogo de la colaboración de clases. Entre la vida y la muerte no hay sistema mixto. Presente y futuro nacen de la incesante aniquilación del pasado. Sin extinción de lo caduco no hay vida.
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Dijo Juan Rulfo que en México la gente nunca se muere del todo porque los difuntos se la pasan metiéndose en los asuntos de los vivos. Cuán pocos muertitos de buenos modales hay como don Juan Nepomuceno Rulfo Vizcaíno, que uno hasta quisiera sacarlo de su tumba para conversar un rato a pesar de que él sólo habla en puras distancias. Cuántos ausentes hay que cada día hacen desear más su presencia. Pero no: los únicos occisos que salen de sus sepulcros son los que merecen estar en ellos. Que gocen los difuntos su día, y nos dejen todos los demás a los vivientes.
LUIS BRITTO GARCÍA
Escritor
Fuente: ÚN.