Pues aquí parece que todo está al borde del desastre, esa es la narrativa constante en el ámbito político, en los medios, en la academia y en las artes. Por cierto, con los Óscar programados para la próxima semana, podemos ver si gana Oppenheimer y recordar que el regalo de ese científico y su equipo pronto podría estar de nuevo en las manos del actor irracional Trump en el papel del doctor Strangelove.
Solo que ya no son películas, sino lo que llaman realidad (aunque aún no se sabe si se transmitirá el fin del mundo por internet para que cada quien lo pueda ver por su teléfono, a menos de que esté distraído por un videojuego o algún escándalo entre estrellas).
Ante todo esto, actos de resistencia siguen enviando señales de esperanza, nobleza, belleza, que son el antídoto al veneno de las guerras, brutalidades económicas, racismo, violencia y cinismo con que está decorada la «american way of life» estos días.
El sábado, miles salieron a las calles una vez más en varias partes del país para exigir que sus Gobiernos dejen de ser cómplices de Israel en el genocidio y expresar su solidaridad con el pueblo palestino.
El domingo antepasado, el joven Aaron Bushnell, miembro activo de la fuerza aérea del aparato militar más poderoso del mundo, se sentó frente a la embajada de Israel en Washington y se inmoló coreando “Palestina libre” y dejando el mensaje: ya no puedo ser cómplice en un genocidio.
Aaron no murió en vano, escribió su amigo Levi Pierpont en The Guardian. “Ya ha inspirado a tantos más a ponerse de pie por la verdad y la justicia. Me rompe el corazón que su vida haya acabado así… Todo lo que podemos hacer es escuchar el mensaje por el cual murió: los horrores del genocidio en Gaza, la complicidad que compartimos como miembros de las Fuerzas Armadas y como contribuyentes de un Gobierno que profusamente invierte en violencia”.
También la semana pasada –como casi todas las semanas– hubo acciones contra la violencia de las armas de fuego, por impulsar medidas para frenar el cambio climático, por los derechos laborales, por los derechos indígenas, por los derechos de las mujeres y por la justicia económica en varios puntos del país. Muchos simpatizantes de estos esfuerzos suelen celebrarlos, pero tienen dudas de que puedan hacer algo con ese trillizo gigantesco del racismo, materialismo extremo y militarismo identificado por el reverendo Martin Luther King.
Estas expresiones de resistencia, disidencia y rebeldía son acompañadas por sus antecesores históricos que regresan a cada lucha para acompañar a las nuevas generaciones. De repente, surgen viejas historias –gracias a maestros e historiadores herederos de Howard Zinn– que ofrecen solidaridad al momento contemporáneo donde la derecha busca censurar libros e historia por todo el país, como por ejemplo el 70 aniversario la semana pasada, cuando estudiantes de la Universidad de Indiana iniciaron lo que llamaron el Movimiento de las Plumas Verdes.
En plena era macartista, hubo un llamado por autoridades de educación de prohibir el libro Robin Hood en escuelas del estado de Indiana, ya que esa figura robaba de los ricos para dar a los pobres y eso, afirmaron, es la línea comunista. Los estudiantes fueron a llenar bolsas de plumas de pollo en una granja, después las fueron a teñir de verde para representar a Robin Hood y su banda y las echaron por todo el campus en una protesta contra la censura. Fueron investigados por la FBI por su hazaña, pero ese movimiento se multiplicó en otras universidades del país.
A pesar de la abrumadora ola de noticias desastrosas que nutren la desesperanza colectiva, sabios como Noam Chomsky y otros han reiterado durante décadas que los movimientos sociales son fuerzas civilizadoras que democratizan a este y otros países con sus acciones incesantes y que esa es la manera de cambiar las cosas en este país.
Mientras existan esas rebeliones, disidencias y resistencias, hay futuro posible a pesar de todo, y por eso es tan vital que sus hazañas, actos e historias sean contadas y cantadas todos los días.
DAVID BROOKS