Termina un año que para esta parte del mundo fue, sin duda, el más duro después de la Segunda Guerra Mundial. En estas fechas las personas, los países y las organizaciones internacionales suelen resumir lo vivido en análisis, conclusiones o informes especiales.
La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, conocida como UNESCO, se posiciona como «el organismo dedicado a conseguir el establecimiento de la paz mediante la cooperación internacional en los ámbitos de la educación, la ciencia, la cultura y la comunicación e información». Históricamente, justamente la UNESCO siempre estuvo a cargo de la protección de los periodistas en el mundo, ya que ello concuerda con su misión oficial.
En un comunicado del 12 de diciembre de este año, la directora general de la UNESCO, Audrey Azoulay, informó que «al menos 68 periodistas y trabajadores de medios de comunicación han sido asesinados en el cumplimiento de su deber en lo que va del 2024. Más de 60% de los asesinatos tuvieron lugar en países en conflicto, el porcentaje más alto en más de diez años. De los 42 asesinatos de periodistas en países en conflicto, 18 tuvieron lugar en Palestina, 4 en Ucrania y Colombia, 3 en Irak, Líbano, Myanmar y Sudán y 1 en Siria, Chad, Somalia y la República Democrática del Congo». El informe precisa que «las cifras de la UNESCO se basan en los casos registrados por las principales organizaciones internacionales de libertad de prensa. No se incluyen los periodistas que mueren en circunstancias que se cree que no guardan relación con su profesión. Sin embargo, la UNESCO hace un seguimiento de decenas de muertes de periodistas en todo el mundo hasta que se proporcione una confirmación».
Al conocer esta información, creo que más de una persona sintió que aquí en Rusia estamos viviendo una realidad paralela. Tal vez porque aquí no están presentes «las principales organizaciones internacionales de libertad de prensa», que son las únicas capacitadas para contabilizar a los ‘muertos importantes’, los que merecen estar en las estadísticas internacionales. Las hay en países civilizados y democráticos, como Ucrania, Colombia o Sudán, pero en los bosques salvajes europeos del este, fuera del jardín de Borrell, la caza de periodistas rusos prosigue sin mayores restricciones, porque recordamos muy bien que, desde el asesinato de civiles en el Donbass, cualquier mención a las cifra de víctimas rusas es pura propaganda de Putin y no merece la más mínima atención de la prensa seria, esa misma que en su momento nos habló de «las armas químicas de Saddam», que poco antes de eso, en 1964, informó del «ataque de Vietnam del Norte» a la Marina norteamericana en el golfo de Tonkín, para tener una excusa para eliminar con bombas y napalm a 2 millones de vietnamitas civiles, o que bastante después, en 2022, reveló la «masacre rusa en Bucha» para construir una causa que justificara la actual guerra de la OTAN hasta el último ucraniano.
Hace poco, supimos de una nueva tragedia. Este pasado 26 de diciembre, solo 14 días después del informe de la señora directora general de la UNESCO, Audrey Azoulay, en la zona de combate, debido a un ataque ucraniano con drones, murió otro compañero nuestro, el editor del canal ruso de televisión Izvestia Maxim Eliséev. Como muchos periodistas rusos y tantos ucranianos antifascistas, Maxim, corresponsal de guerra y después de haber conocido la esencia del conflicto, en otoño de 2022 dejó su trabajo y su fama para ir como voluntario a la línea de combate. Sus compañeros le dieron el nombre de guerra de ‘Locutor’, que lo acompañó hasta su último momento. Seguramente algunos dirán que tras tomar esa decisión él ya era un combatiente, no un periodista. Pero hay que conocer a Donbass y a su gente para saber que desde el 2014 prácticamente todos los periodistas jóvenes y muchas mujeres pasaron a ser las milicias populares armadas, que fueron las que resistieron los ataques de las tropas del régimen de Kiev y todo el tiempo de guerra o de relativa paz fueron reporteros, comunicadores sociales, blogueros y, sobre todo, guardianes de las increíbles historias de la resistencia de su pueblo.
No conozco a nadie que odie la guerra más que ellos. Pero cuando les tocó, no dudaron en tomar las armas, pues sin ellos la ocupación total del Donbass por las fuerzas nazis habría sido inevitable. Uno de ellos me contaba de sus compañeros, que son todos unos personajes: uno de los mejores dentistas ahora es comandante de un tanque. Otro es doctor, encargado de la morgue de un hospital, a donde siempre llegan los misiles ucranianos, y él, preocupado por los muertos, los cuida de cualquier daño póstumo, protegiéndolos casi con su cuerpo. Otro es un electricista que bajo el fuego enemigo, todas las semanas, arregla en los postes los cables cortados para devolver la luz a sus vecinos… y así tantas otras historias de vida…
De estos compañeros periodistas, transformados en soldados, que jamás pretendieron ningún lugar en la historia ni mucho menos en las listas de las víctimas, murieron muchos. Mis compañeros que dieron sus vidas son el joven comunista de Kiev Evgueni Golyshkin y su amigo y compañero Iliá Znamenski, de Moscú, poetas, comunicadores sociales y combatientes de la Operación Militar Especial, que para ellos fue una guerra en defensa de la humanidad.
¿Aquí solo nombramos a los periodistas asesinados o, evocando sus nombres, también reivindicamos el verdadero periodismo, ese que siempre será incómodo para todos y que además siempre se hace con sangre?
Bueno, hablemos de periodistas rusos que no cambiaron la pluma por las armas. Desde hace ya casi tres años son los objetivos militares preferidos de las bombas, drones y proyectiles ucranianos que buscan cazar sus carros de prensa, salas de reuniones y entradas a sus casas, cerca o a cientos de kilómetros de la línea del frente.
El 5 de junio de este año, Vladímir Putin, en una reunión con los jefes de las agencias de noticias mundiales, afirmó que al menos 30 corresponsales de diferentes publicaciones fueron asesinados en la zona de la Operación Militar Especial. Este tipo de cifras son muy difíciles de manipular, porque existen registros abiertos de cada uno de los medios que perdieron a sus compañeros, un tipo de noticias que, lamentablemente, se hacen públicas cada mes o más seguido.
A eso se le suman los asesinatos en actos terroristas de Daria Dúguina en las afueras de Moscú, de Vladlén Tatarski, que en una reunión con sus lectores en San Petersburgo fue asesinado con una escultura llena de explosivos que le regalaron y, hace poco más de un mes, la redactora jefa de un diario de la región de Kursk, Yulia Kuznetsova. Son los casos más conocidos mediáticamente, pero existen otros.
«Las principales organizaciones internacionales de libertad de prensa» y la UNESCO nunca expresaron la más mínima curiosidad por estos muertos.
Es sabido que la prensa rusa es un objetivo militar declarado por el Gobierno de Kiev, que como se sabe no se maneja por sí solo.
Ucrania, que a estas alturas se convirtió en la peor dictadura de Europa desde los tiempos de la caída del imperio nazi, no tuvo problemas para permitir a las «organizaciones de libertad de prensa» contabilizar a cuatro periodistas suyos muertos en esta guerra, pero las decenas de reporteros rusos caídos jamás le importaron a la ‘prensa independiente’, siempre pendiente solo de la persecución de los opositores en los países desobedientes al poder global.
Creo que realmente lo peor que se podría hacer en este caso es entrar en competencia para saber quién tiene más muertos y ponernos a separar a los periodistas caídos según sus credos o simpatías políticas.
Los civiles, independiente de sus pensamientos o de sus afiliaciones ideológicas, no pueden ser objetivos militares de nadie. Los periodistas ucranianos muertos en la guerra, al igual que todos los civiles que lamentablemente siguen muriendo, no pueden generar satisfacción ni alegría para ningún ser humano normal. Pero las muertes de civiles y de periodistas rusos simplemente no aparecen en las listas internacionales en estos amargos tiempos. Los caídos rusos, al igual que sus medios de comunicación, su idioma y su cultura, son parte de la política de cancelación aplicada desde hace años contra el país que no obedece a las reglas que se le imponen.
Quisiera terminar este año con un minuto de silencio por todos nuestros colegas y compañeros del mundo, desde África y América Latina hasta Asia y Europa, que dieron sus vidas por nuestro derecho a saber las más dolorosas e incómodas de las verdades, las de las guerras. Desear, con este silencio, que un día ojalá ya no haya diferencias entre los comunicadores caídos de unos o de los otros.
RT.