La pandemia superó los 3 millones de muertos en todo el mundo. La cifra es el resultado de 16 meses de yugo sostenido de un peligro invisible llamado covid-19.
Oficialmente el origen de la enfermedad se registró en China, pero el drama del virus tiene en jaque al otro lado del mundo: América y Europa.
El gigante asiático enfrentó la enfermedad tanteando soluciones en experiencias anteriores y con ideas increíblemente fabulosas en el siglo XXI: el confinamiento de ciudades que tienen tanta población como algunos países.
El saldo de víctimas en China fue menor del que se podía anticipar ante una enfermedad que era toda una novedad. Beijing comenzaba así en solitario a resolver un desafío que países adversarios apostaron fuera la ruina de una potencia a la que quieren detener por todos los medios disponibles.
Luego la enfermedad llegó hasta Europa. Lo hizo en avión y puso en aprietos al viejo continente con una saga de hospitales repletos y cementerios al tope. La visión europea de sus servicios sanitarios eficientes se desmoronó en poco tiempo.
Pero no solo quedó en cuestión la capacidad del “primer mundo” para enfrentar estos desafíos, sino que también quedó expuesta la inteligencia sospechosa de buena parte de sus habitantes.
La pandemia del negacionismo
No conformes con tener más de un millón de muertos por la enfermedad (de los 3 millones en el mundo), hay quienes todavía creen que el virus es una mentira. Los ilustrados europeos se volvieron negacionistas y filosofaron sobre la mascarilla como un recurso autoritario que les pretendía quitar por la fuerza su libre decisión de si estaban dispuestos a morir.
Un fenómeno igual le abrió la grieta al coronavirus en los EE.UU. Entonces Trump desestimó deliberadamente la gravedad de la enfermedad y puso en primer plano el valor individual de que cada quien escogiera si tomaba medidas de prevención o se exponía al covid-19.
Esta mala estrategia convirtió a esa nación en el territorio con más contagios y fallecidos en el mundo a causa del virus. El expresidente, además de formular teorías de conspiración “made in China”, probó el extremo de su elocuente desprecio a la seriedad del problema, sugiriendo consumir cloro y desinfectante como un tratamiento eficaz contra una enfermedad que apenas empezaba a soñar con tener una vacuna.
Lecciones de la pandemia
El coronavirus reveló que los países desarrollados son gigantes vulnerables, y que la solución no solo pasa por la demora de las decisiones políticas sino también en las inmediatas acciones de solidaridad humana.
Este trance sirvió para que al menos por varios meses la gente tuviera un sentido de corresponsabilidad; de que sus acciones pueden determinar la vida y la salud de otros.
Todavía es un esfuerzo largo de sostener cuando ya hay vacunas. Pero si bien ya hay antídotos eficaces, la realidad nos enrostra que no hay para todos. La OMS denuncia que los países más ricos están acaparando los preparados; y que acumulan cantidades que servirían para inmunizar varias veces a toda su población.
3 millones de muertos después, hay países que pugnan para salirse del problema primero que los demás. Los apremia un afán de a por todas levantar las economías, sin contar que por el apuro de ganar tiempo, hay vidas perdidas; y eso no se puede recuperar.