Oh, hazme una máscara
Con esto de las mascarillas y los guantes de goma de la cuarentena regresamos a tiempos cuando la imaginación era la más segura aliada de la pasión. Recordemos que Romeo y Julieta se conocieron en un baile de máscaras: entonces el antifaz apenas dejaba adivinar un atisbo del rostro y el vestido hasta los tobillos revestía de total incógnita el cuerpo. A pesar de ese deslave de trapos y de velos fueron amadas Madame Bovary y Ana Karenina. Qué decir ahora de esa careta de cirujano bajo la cual los ojos traviesos apenas dejan imaginar labios sugerentes, qué pensar cuando desalentados buscamos la belleza de las manos y encontramos culinarios guantes de goma.
Estamos como en el Carnaval, cuando bajo el disfraz de negrita se podía esperar cualquier sorpresa, celestial o aterradora. Como bajo el fundamentalismo islámico, donde cualquier velo da derecho a imaginar el Paraíso de las huríes. No se trata ya a las damas con guante de seda sino con manopla de caucho. Más sugerente es la máscara de cirujano que la del maquillaje, con su emplasto de carmines y sombras.
Nunca sabrá nadie cómo es su pareja, pues el tapabocas engaña menos que el rostro. Si el principal componente del amor es el misterio, es posible que las parejas se casen con el compromiso de no dejar nunca sus caretas por temor a desilusiones. Por impenetrables que sean, no inmunizan las máscaras contra el amor, la más contagiosa de las pandemias. Ojala que esa cirujana que se nos acerca nos anestesie contra el despecho. Tras su solemnidad higiénica se ríe de nuestra agonía. Cómo será besar unos labios contra el telón que protege de los besos. Cómo necesitamos una máscara los cansados de ser quienes somos. Oh, make me a mask, hazme una máscara, imploraba Dylan Thomas.
Ejercicios para guantes de goma
Todos los males del hombre, decía Kafka, se deben a la falta de paciencia. Añadiría yo que la mitad son causados por exceso de ella. Para ejercitar esta virtud que nos iría convirtiendo en chinos y por tanto en dueños del mundo, la pandemia nos brinda la oportunidad de los siguientes ejercicios a ser intentados sin despojarnos de los higiénicos guantes de goma: Acariciar un gato. Atar el cordón de los zapatos. Anudar la corbata. Jugar metras. Chuparse los dedos. Darle cuerda a un reloj de pulsera femenino. Desarmar y volver a armar el mismo reloj. Tocar cuatro o guitarra. Comerse las uñas. Abotonar y desabotonar botones pequeños. Apretar el tornillito de los lentes. Desanudar nudos ajustados. Abrir las bolsas de plástico del automercado frotándoles los bordes. Escribir en el celular. Insertar y desinsertar yuntas en el puño de las camisas. Saber por el tacto cuáles tomates están maduros y cuáles aguados. Barajar naipes. Ensartar el hilo en una aguja. Acariciar a la amada.
Distancia
Éramos pueblo tocador, sobador, rascabucheador, pellizcador y puyador de barriga. Ahora la peste nos impone la distancia social. El japonés saluda de lejos, con reverencia, cuya inclinación depende del rango social de saludante y saludado. Al Emperador del Japón no se le puede ni dirigir la palabra. El Emperador de China sólo podía ser contemplado desde la distancia ceremonial que garantizaba que cayeran al suelo los puñales lanzados por los asesinos.
En el Rikjsmuseum de Amsterdam aprendí que los retratos de Rembrandt deben ser mirados desde la distancia que en su época separaba al déspota del lacayo. Visto más de cerca, se disuelve el retrato en masa de colores y el despotismo en amasijo de arrugas. Nos dicen los investigadores de la proxemia que hay una distancia social y otra íntima, cuyas fronteras invisibles no pueden ser traspuestas sin castigo. Me encuentro ahora con la distancia pestífera, sin más límite que la paranoia. La distancia entre los dos es cada día más grande. Magnífica coartada para alejarnos de quienes nos detestan o detestamos. Como astros del Universo en Expansión, nos alejaremos todos infinitamente cada uno del otro hasta que nuestra luz deje de ser perceptible.
Implantes
La teoría de la conspiración afirma que la pandemia será utilizada como excusa para implantarnos en carne viva el chip que sabrá todo sobre nosotros y lo contará a quien no sabemos. Demasiado era ya que celulares, correos electrónicos y cookies informaran de todos nuestros contactos, conversaciones y redes sociales a todas las Agencias de Inseguridad. Deciden los creyentes sacarse del cuerpo el chip delator a punta de navaja como el personaje de Bruce Willis en la película 12 monos.
Los implantes erradicados siguen su vida propia, dejando huellas en cajeros automáticos, censos, encuestas, correos electrónicos, suficientes para crear un mundo ficticio perfectamente controlado de lo que 8.000 millones de microchips supuestamente hacen. Mientras 8.000 millones de seres humanos siguen con su existencia caótica, anárquica, secreta, ignorada.
Virus
El virus, que no está vivo ni muerto, destruye lo viviente. Contagiado por contacto social, se apodera de una célula sin defensas inmunológicas y consume todos los recursos de ésta para multiplicarse. El virus no produce ni crea, ni cumple ninguna función útil al organismo que invade. Simplemente infecta más células y consume los recursos de éstas hasta que el organismo colapsa con todo y virus dentro.
El neoliberal que invade una célula revolucionaria sin defensas inmunológicas no está vivo ni muerto y nada aporta al cuerpo político que contagia. Simplemente utiliza todos los recursos de la célula para propagarse a otras células e inhabilitarlas para sus fines originarios, hasta que el organismo revolucionario colapsa por no poder cumplir con sus funciones.
Contra el coronavirus y el virus neoliberal se recomiendan la distancia social y la cuarentena estricta de los infectados. Si presenta síntomas tales como la idea de someter las controversias de interés público a tribunales extranjeros, conceder al capital extranjero mayores privilegios que al nacional, aplaudir la dolarización o privatizar las industrias básicas, llame de inmediato a la unidad sanitaria más próxima para ser internado.
Luis Britto García