Como la anticiparon Marx y Engels desde las primeras líneas del Manifiesto comunista hace casi dos siglos, el comunismo se mueve a la manera de un fantasma. Aparece, desaparece y reaparece. Nunca deja de asediar. Incluso y sobre todo en los momentos en que parece estar más muerto que vivo. Hoy en día, cuando el fantasma del comunismo ya no es reconocido como una potencia por ninguna de las potencias que dominan el orden mundial, aquel se ha convertido, sin embargo, en objeto de un renovado interés teórico.
El debate contemporáneo sobre “la idea del comunismo” –según una expresión de Alain Badiou– reúne a intelectuales de todo el mundo en torno a congresos, revistas, libros y otras instancias académicas. Es sintomático que el debate en cuestión gire alrededor de la “idea” antes que de la “práctica” comunista. Esto obedece a diversas razones. Acaso la más evidente es que se trata de una discusión eminentemente filosófica, lo que desde luego no excluye reflexiones en clave histórica y política. Ahora bien, el hecho de que los análisis en curso sobre el comunismo tengan lugar predominantemente en el seno de la academia es un indicio del lugar retirado que ocupa en el presente.
Fuera de estos medios especializados y de los reducidos espacios políticos donde la idea comunista continúa inspirando acciones con vistas a una sociedad poscapitalista, la representación corriente que se tiene del comunismo oscila entre una antigüedad ideológica que hace tiempo ya no aporta novedades y el recuerdo pavoroso de uno de los grandes regímenes totalitarios del siglo XX. El fracaso incontestable del “socialismo realmente existente” y el sucesivo devenir capitalista del mundo contribuyeron a fijar esta doble representación del comunismo en el imaginario social. No obstante, los pensamientos y las experiencias comunistas actuales asumen formas inéditas, esto es, formas radicalmente heterogéneas respecto de la ortodoxia filosófica y política que servía de doctrina a los Estados y partidos identificados tradicionalmente con el comunismo.
Sea como fuere, lo cierto es que la exigencia comunista de justicia, libertad e igualdad hoy sobrevive en gestos éticos y políticos francamente minoritarios si se los considera desde un punto de vista global. La palabra misma de “comunismo” perdió la fuerza y la centralidad que tuvo hasta fines del siglo pasado en el lenguaje corriente de la política. Por eso mismo la situación actual no puede más que sorprender. El anticomunismo extremo de Milei, primero reflejado en sus arengas mediáticas como candidato y ahora en sus discursos como presidente de la nación, tiene como mínimo un efecto paradójico. A fuerza de invocar el nombre de un fantasma que se creía exorcizado para siempre desde el final de la Guerra Fría, el fantasma reaparece en el momento y el lugar donde menos se lo espera. Su presencia espectral se hace sentir como símbolo de oposición y resistencia a un proyecto económico, político y cultural que tiene como objetivo fundamental favorecer al sector más concentrado del capital nacional y transnacional en detrimento de la inmensa mayoría de la población argentina.
La obsesión de Milei con el fantasma del comunismo, su compulsión repetitiva a identificarlo con la causa de los males que aquejan al sistema capitalista, colaboró en la puesta en circulación de un término que había caído provisionalmente en desuso. En verdad, poco importa si la idea que tiene Milei del comunismo se corresponde con lo que esa palabra todavía es capaz de nombrar. Para el caso, su concepción del comunismo es tan anacrónica, y por lo demás inexacta, como su percepción del capitalismo de libre mercado. Lo que importa es que su discurso reactiva un significante capaz de canalizar el descontento creciente de aquellas y aquellos que, más allá de su orientación ideológica o filiación partidaria, sienten la amenaza fundada de perderlo todo, incluida la posibilidad de sobrevivir con un mínimo de dignidad.
El empobrecimiento y la precarización de grandes sectores de la sociedad acaso sean las consecuencias más inmediatas y sensibles del plan de gobierno de Milei, lo que no vuelve menos acuciante la vulneración de derechos y formas de vida de una multiplicidad de actores sociales, desde los movimientos de mujeres, disidencias y alteridades, hasta las instituciones públicas vinculadas a la ciencia, la educación, la cultura y el cuidado del medio ambiente.
En semejante coyuntura, tal vez no sea inútil recordar la definición de comunismo a la vez simple y potente que proponía el filósofo y activista Toni Negri en una entrevista reciente, poco tiempo antes de morir: “El comunismo es una pasión colectiva alegre, ética y política que lucha contra la trinidad de la propiedad, las fronteras y el capital”.
DANIEL ÁLVARO
Investigador del CONICET y docente de la Universidad de Buenos Aires.