I: Lo malo, si es breve, dos veces bueno
Es breve el tiempo del hombre en la tierra, pero no su paso, dijo un poeta. Cierto, pero, a veces, lo que ocurre en los territorios de lo humano resulta tan breve que casi se diría que nunca ocurrió.
Fueron breves algunos hechos que ocurrieron en abril de 2002 en Venezuela. Otros no lo son tanto, y algunos más quedarán eternamente impresos en la memoria del país.
Fue breve el golpe contra Chávez y fue breve también “Pedro El Breve”, símbolo de un fracaso que el tiempo ha colocado en el más oscuro de los olvidos.
Fueron apenas unas efímeras imágenes, cuidadosamente planificadas: una huelga, una marcha “pacífica”, un “país hastiado” (¿de qué?), dos hombres disparando desde un puente hacia donde el dedo de la mediática señalaba. “Van seis muertos y decenas de heridos” …, cuando aún no había muerto nadie. Los medios se adelantaron brevemente. “La batalla final será en Miraflores”, confesaba El Nacional en una edición extra, la mañana del 11, adelantando la violencia agendada.
Aquella imagen flash sacudió la cabeza de millones. ¡Chávez se volvió loco!, se oyó decir en más de un hogar ante la insistente imagen del televisor. La perfecta escenificación de la violencia contra “los civiles” como excusa para derrocar a un presidente, fue el corolario de un proceso largamente diseñado en laboratorios de operaciones encubiertas, en los departamentos de producción televisiva, en salas de redacciones y en los escritorios de algunos jerarcas militares.
El 11 en la tarde todos “vimos” una “masacre” que nadie vio. Vimos gente, vimos disparos, vimos protestas y vimos muertes. La conclusión ya nos había sido dada. Principio del cierre, dirán en la Escuela de la Gestalt. El siglo XXI se inauguraba con un nuevo modelo de golpe: el mediático. Operación impecable. Eficiente y eficaz. Breve y exitosa.
Como las imágenes que la sustentaron, fue breve la orgía del poder en Miraflores. Conciso el discurso de Carmona, aunque nada abreviado el Decreto Sosa-Brewer, que abolió el nombre del país y una Constitución aprobada con 72 % de apoyo, en nombre de una democracia de gente “culta y de bien”. Tampoco fue breve la lista de invitados al festín del zarpazo, pero sí los aplausos en la breve auto juramentación -la primera, pero no la última de esta historia- y nunca un “¡Te queremos!” oportunista y exaltado, duró tan poco. Breve fue el tiempo del “vacío de poder” y breve la euforia de sus autores.
Fue breve la imagen de Molina Tamayo, entrado en pánico, mirando por una ventana que no dejaba ver la respuesta de soldados que, alzados contra la canalla, levantaban sobre el techo del Palacio Presidencial la bandera tricolor. Aquel momento captado por el ojo anónimo de cientos de miles que en la calle pedían “ver a Chávez” fue instantáneo, pero quedará grabado para siempre.
Brevísima fue la carrera de la señora Poleo en torpes tacones escapando de la fiesta en la avenida Urdaneta; en su arrugado traje de huida corrían también —cobardes y espantados- los medios, cerebros del golpe. Breves fueron las sonrisas de Granier, Ortega y el hipócrita cardenal, llamado para “confesar a Chávez”, de cuyo nombre no quiero acordarme.
Breve fue la arrogancia psicópata de Borges, López y Capriles, pavoneándose en televisión como nuevos inquisidores y ejecutando persecuciones fascistas que, afortunadamente, fueron breves. Todos ellos: políticos, medios, empresarios, militares, mercenarios de toda calaña huirían después de su responsabilidad.
Extensa sí fue, en cambio, la lista de mentiras, imposturas y cinismos plasmados en titulares de prensa y relucientes comunicados que daban loas a los asaltantes del poder. Los medios tuvieron su breve mañana de alegría el 12 de abril cuando el breve discurso de un impresentable anunciaba: “Tenemos nuevo presidente”. “Gracias, medios de comunicación…”, respondieron brevemente los golpistas mientras confesaban al aire sus personales heroísmos.
Entre tanto, breve y amputada, la libertad de expresión moría en un blackout de telenovelas y dibujos animados en nombre de la “paz pública”, mientras se llamaba abiertamente a “cazar” chavistas. Junto con la información, desaparecieron de la escena los periodistas que -cuando la cosa se empezó a abreviar con miles de personas frente a los cuarteles y en las calles- se enconcharon en búnkeres mediáticos para vender el sumario relato de su fingido padecimiento.
Todo fue breve, y si no fuese porque alguien lo recuerda y repite cada año, las buenas conciencias del golpe dirían que aquello fue una tortuosa pesadilla.
Roy Chaderton, con exquisita ironía, lo resumiría después: “Se pusieron a cantar antes de que llegaran los mariachis”. Breve, sí, fue el odio en el poder.
II: No fue tan breve la brevedad
Fue breve el cautiverio de Hugo Chávez, y aún más rápida su liberación. “Yo voté por Chávez y yo quiero que Chávez termine su mandato”. Nunca una declaración política tan breve, dicha por una mujer en una calle, condensó de tal manera el sentimiento y la conciencia democrática. Lo que significó no es breve de explicar. Este país es irreductiblemente demócrata: apareció de pronto en la historia, y lo volteó todo patas arriba; escribió y votó una Constitución y no va a dejar más nunca que se la arrebaten.
Sin embargo, aunque fuese apenas unas horas, no fue breve la angustia en el corazón de la gente. ¿Qué había pasado? ¿Por qué no aparece, dónde está Chávez? Y la respuesta inmediata desde el pálpito y los rumores: “Chávez, no renunció, lo tienen secuestrado”. La voz de una joven en un barrio clamaba en llanto la noche del 11, cuando se disparaban ráfagas contra sus humildes viviendas … “Queremos ver a Chávez…, ¡nos irán a matar a todos; somos pobres, pero somos muchos!”.
La voz colectiva se corrió a una velocidad indescriptible; subió las escaleras de los cerros, viajó por calles y avenidas en motocicletas y a pie; alcanzó lugares remotos, impensados, volando en mensajes de textos y en el más hermoso de los medios inventados: Radio Bemba.
Fue breve la carta de Chávez: “No he renunciado al poder legítimo que el pueblo me dio”, y su eco resonó en los cuarteles y en millones de almas humildes con una profundidad insólita. Un terremoto sacudió el país. Nadie lo había visto, pero todos ya sabían lo que había pasado.
Hubo breves y tensos escarceos para liberar a Chávez, y él mismo confesaría después lo que dijo un soldado a un oficial que lo custodiaba y se negaba a liberar al presidente: “¡Si matan a este hombre, nos matamos todos!”. Los comandantes reaccionaron; el generalato golpista, encerrado en el laberinto de su fracaso, acaso si opuso resistencia. Chávez lo resumiría así: “Mi muerte estaba escrita, se escribió en Washington”. Por ahora, y para siempre, el pueblo lo había salvado.
En la madrugada del domingo, Chávez -crucifijo y Constitución en mano- pronunció uno de sus más breves discursos. Llamó a la paz, al entendimiento. A la unidad del país. A entendernos y convivir en la diversidad. La mayoría comprendió, menos los vencidos. Atrapados en su encono y arrogancia de clase, creyeron que Chávez capitulaba y empezaron planificar el próximo asalto. Pensaron que era breve su derrota. Se equivocaron.
No es breve el tiempo transcurrido desde aquellos días de abril. Van ya 21 años. Los autores del golpe nunca lo han reconocido con claridad y viven anclados en un culposo y patético negacionismo. A Estados Unidos y España les ha costado admitir, no su participación en el golpe, porque a eso se dedican, sino su espantoso fracaso en Venezuela. Por eso, José Vicente Rangel, refiriéndose a esos días y anticipándose a lo que vendría después, dijo que en Venezuela se vive “un golpe continuado”.
III: Lo que quedó para siempre
No fue breve -ni poco- el daño y el sufrimiento que produjo el golpe breve. Solo el 11 de abril murieron 17 venezolanos y hasta 60 ciudadanos en las siguientes 72 horas. Las circunstancias de ese desgarro se extienden como una mancha, indeleble y dolorosa, sobre nuestra historia.
No se debe resignar ante la muerte, menos cuando esta es el instrumento de un plan que busca arrebatar la vida, la esperanza y la conciencia a un pueblo entero; no abandono al olvido a las víctimas, a la bala que mató a Jorge Tortoza ni al tiro que le quitó el andar a Jorge Recio, ni a los héroes y heroínas que murieron con un tiro en la cabeza defendiendo con sus cuerpos su esperanza en Puente Llaguno y la Baralt. No olvidaré el trágico infortunio de ciudadanos anónimos, inocentes, de uno y otro lado, sacrificados en el altar de la conspiración.
No olvido cada minuto de sufrimiento, de incertidumbre, de temor que asaltó el corazón de las y los venezolanas en aquella breves y aciagas horas. No olvido el rostro del fascismo al que le vimos la cara de frente, y sabemos desde entonces dónde habita, dónde oculta sus huesos y sus puñales.
Y si fueron breves los crímenes y extenso el dolor, queda en la memoria el despertar luminoso, la mañana brillante del 13 que siguió a la oscuridad. Las marchas, los gritos callejeros, la indignación, la alegría y la rabia movilizados por carreteras y caminos. Las motos, autobuses y camiones en donde viajaron las consignas, las caminatas que llevaron a pie el grito indignado del pueblo.
Lo que queda de la brevedad del 11 y 12 de abril es la gesta heroica del 13, la del pueblo humilde, descamisado, invisibilizado, el actor histórico que Chávez hizo entrar a la Historia, y la forma en que -en medio del dolor- el pueblo se apropió de ésta para nunca más salir de allí.
Será siempre breve el 11, aún más breve el 12, y profundo en la memoria quedarán el 13 y lo que vino después. La certeza de que solo el pueblo puede salvar al pueblo. La serena conciencia de que -pese a todo- la vida puede vencer la muerte. Y sólo por eso vale la pena vivir.
Por ello, esta historia no termina en la brevedad de unos hechos que algunos quieren olvidar y otros han ido olvidando; es vital impregnar de recuerdos la conciencia nacional y que el tiempo se encargue de cimentarla, de escribirla en piedra. Para que nunca más haya un 11 de abril. Ya habrá tiempo para morir como hombres y mujeres, pero aún hoy, 21 años después, no es tiempo para que muera un pueblo que decidió vivir.
Es esta la historia y breve y no tan breve de unos días de intensidad inenarrable, una historia que renace cada año y nos alumbra como un sol de esperanza, como una llama que quema la conciencia y un torbellino que sacude las almas.
Historia en la que siempre habrá febreros y abriles.
WILLIAM CASTILLO BOLLÉ