por: Maryclen Stelling
En la coyuntura política actual, cuando el diálogo y la negociación constituyen una imperante necesidad, las redes sociales, devenidas en territorio afectivo, promueven sentimientos de aversión, repulsión o profunda antipatía hacia el adversario político, así como el deseo de dañarlo o destruirlo.
Redes del odio o de la indignación donde tienen lugar la virtualización de los afectos y los vínculos sociales; donde -de la mano de nuevos sujetos políticos- se incuban otras formas de vida, de relacionamiento y sociabilidad.
En un país interpretado y vivido desde una perspectiva política polarizada y radicalizada, se impone el odio político hacia quienes tienen posiciones distintas. Desde esa plataforma afectiva, se crean vínculos sociales, conexiones y formas de coexistencia en los que el odio integra y une más que el amor, el respeto, la comprensión, la amistad o los nexos familiares.
Desde esa perversa dimensión afectiva se produce un deterioro del tejido social, se generan daños emocionales, psicológicos, morales y culturales. Fracturada la convivencia básica se estigmatiza la tolerancia, el entendimiento y el respeto al otro diferente; se castiga el disentimiento, se avala y se da puerta franca a la violencia sociopolítica.
Las redes sociales en tanto territorio afectivo-religioso se tornan en una suerte de púlpito desde donde predicadores y predicadoras del odio promueven el rechazo, la radicalidad y las salidas violentas.
No se acepta la legitimidad del adversario, enemigo a muerte a quien hay que exterminar a cualquier precio. Al traidor hay que estigmatizarlo y, en casos de reincidencia, destruirlo virtualmente.
Muy lejos queda el tema del perdón, la reconciliación, el rencuentro, el respeto, el dialogo…
Producto de una postura emocional y cargada de odio, se impone el discurso del odio repleto de juicios de valor, insultos y descalificaciones.
Discurso fundamentado en la creencia de “posesión de la verdad absoluta”, donde impera el desprecio a quienes piensen diferente y la negación a la búsqueda de puntos de encuentro.
Se ha consolidado y enraizado al odio político, que es todo lo contrario a la acción política. El odio deviene entonces en arma política y desemboca inevitablemente en la política del odio.
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