Hubo un tiempo en que entendíamos que la principal vía hacia la felicidad era tener las condiciones de subsistencia cubiertas: alimentación, vivienda, educación, atención sanitaria… Sin duda, una vez resueltos, hay más elementos que influyen: sentirse querido, conciencia tranquila, reconocimiento social, equilibrio sexual, etc. Lo preocupante es cuando nos intentan vender una lucha por la felicidad que ignora los primeros elementos, resultado de que quienes lo cuentan ya los tienen resueltos, y no sienten la mínima empatía o preocupación porque los otros consigan resolver esas necesidades.
Solo así se explica el planteamiento del Museo de la Felicidad recién abierto en Madrid, “el primer museo experiencial del mundo dedicado a esta emoción”, con “más de 20 experiencias interactivas para toda la familia”. Para entrar hay un dispositivo de reconocimiento facial que solo se abre con una sonrisa. De modo que, aunque usted no tenga para comer o le acaben de desahuciar de la vivienda, si logra un rictus que el aparato considera compatible con una sonrisa entrará en el templo de los felices.
Durante una hora, el visitante pasará por “la cápsula del risódromo”, donde comprobará los beneficios de la risa contagiosa. Es decir que, si yendo en el autobús, coincides en el semáforo con Patricia Botín en su Ferrari riendo a carcajadas, podrás sentir cómo te contagia la felicidad.
También le llevarán al “abrazómetro, que explica el poder de los abrazos” para ser feliz. Una buena idea para contarles a los gazatíes, mientras Israel les bombardea con las armas que le hemos vendido, que sería ideal que se abracen mientras caen las bombas y “descubran el poder de los abrazos”, al parecer muy superior al de los misiles.
El folleto explica que en el museo “se puede descubrir la química feliz del cerebro en el área educativa” y que “dispone de un espacio antiestrés o incluso un área para practicar la bondad”. Curioso eso de practicar la bondad, pero solo dentro del museo y durante la hora de la visita.
Por supuesto no podía faltar un “tobogán con piscina de bolas”, “un espectáculo de mago” y “un espacio de animales”, todos los elementos necesarios para que al visitante lo retrotraigan a sus tiempos de la guardería y, ya inmerso en la mentalidad de los cinco años, se sienta feliz.
Como la moto la deben vender con una pátina de rigor científico, existe el área “Cerebro a la vista” donde señala las diferentes técnicas para aumentar las hormonas de la felicidad: la serotonina, la dopamina, la oxitocina y las endorfinas. El director del museo dice que“Estas cuatro hormonas trabajan en diferentes zonas del cerebro y se pueden activar a través de comportamientos y acciones como los abrazos, los juegos interactivos, las risas o los hábitos saludables”. Bien podrían haber añadido el fentanilo y nos ahorrábamos los abrazos.
Por supuesto, en estos tiempos de frases de Pablo Coelho en tazas de Mr. Wonderful, coatching motivacional y libros de autoayuda, no podía faltar en el museo un apartado para la autoestima y la confianza. Dice el folleto que son “dos de los sentimientos más mermados en la sociedad del siglo XXI” y que “gracias al Armario de la Verdad los visitantes podrán ser conscientes de cómo se valoran para, si es necesario, reforzar su apreciación”. Quién sabe si eso de reforzar tu apreciación se refiere a “un curso sobre selfies”.
No faltan las referencias a los expertos en felicidad, desde psiquiatras a, por supuesto, el Dalái Lama, “quien nos enseña que la felicidad se encuentra en el dominio de nuestra mente”. Recuerden, la mente, olvídense de su estómago o de su hipoteca, no se me desconcentren.
Por último, ofrecen visitas guiadas a grupos, colegios, universidades y empresas. Y cuenta con el “respaldo de entidades como el Instituto Internacional de la Felicidad de Dinamarca, La Fundación Mundial de la Felicidad, La Academia de la Felicidad de Tal Ben Shahar y con una alianza especial con el Museo de la Felicidad de Copenhague”. Cómo no ser feliz con tanta gente preocupada porque lo seas.
Eso sí, no olvides llevar once euros o te quedarás infeliz sin entrar al museo.
PASCUAL SERRANO