Garaiz comienza definiendo la política por la vía de la comparación cuando afirma que la política se parece más al comercio que a la guerra. En el primero, la tónica es la negociación, el intercambio pacífico, respetuoso del otro, en lugar del enfrentamiento.
La otra cara de la moneda, la guerra, es golpear, agredir, violentar al otro sin escucharlo, sin mirarlo con respeto y de frente. La guerra es acabar con todos y con todo, es destruir. Por eso cuando el estadounidense Donald Trump amenaza, sanciona, bloquea, maltrata por pensar diferente, está ejecutando un acto violento, una acción guerrerística, totalmente ajena al arte de la política.
Y es que como enseñaba el viejo Platón, la política es un arte. Es tomar entre las manos una masa inconexa, y con palabras, acuerdos y acciones otorgarle coherencia, una forma social que lleve al encuentro.
Es el terreno donde lo valioso son las competencias, las cualidades, las capacidades de los diferentes lados, de las distintas posiciones, así como sucede en el deporte bien practicado. En la política lo trascendente es dejar atrás la confrontación para alinear los intereses a favor del bien común, porque la mayoría quiere y necesita vivir en paz para abonar la existencia y hacer florecer mejores condiciones y oportunidades para todos.
Se trata de ponernos de acuerdo en lugar de enfrentarnos. Si todos pensáramos igual entonces tendríamos un gran problema, porque ante una misma situación no habrían distintas visiones ni soluciones, detendríamos nuestra evolución.
Los resultados diferentes afloran porque hay visiones diferentes, y a veces hasta encontradas. Unas son azules y otras rojas, creencias religiosas disímiles, visiones hasta antagónicas, pero la mayoría de los que vivimos en este mundo coincidimos en soñar un mundo, un país mejor. De allí debemos anclar nuestra política.
Solo deslucen aquellos que odian, los que irrespetan a los demás por no pensar como ellos, los que prefieren destruir antes que construir. Por momentos, estos pocos, aun siendo minoría, aprenden a gritar más fuerte, y se divierten imponiendo su verdad por encima de la mayoría.
Por eso, la sana política requiere concertación, acuerdos profundos establecidos sobre la capacidad de dialogar y accionar mecanismos que garanticen la paz y los derechos fundamentales. Se trata de poner los huevos en la misma canasta para luego hacer una tortilla que nos alimente a todos por igual.
Solidaridad, igualdad, compromiso, son los valores que encontramos al comienzo de nuestra Carta Magna, y que sirven para lograr un juego limpio, uno que nos regale gloria, que nos haga ganar a todos por igual. Un juego limpio para evitar distraernos en cuanto a lo que es importante, que evite los daños colaterales, que imposibilite la injusticia.
En general la población ama el juego limpio, una prebenda a la que es difícil renunciar porque trae consigo ganancias y bienestar colectivo. Por ello se busca establecer y articular un diálogo donde las partes involucradas –dos, tres o muchas- puedan mirarse y escucharse sin puñales ocultos. El punto es que se trata, ni más ni menos, del destino de las mayorías, ésas por las que nuestros héroes lucharon para darles la independencia y convertir nuestra tierra latinoamericana en un ejemplo de justicia y equidad.
El juego limpio es nuestra divisa, nuestra bandera, nuestro espíritu, nuestra razón para trabajar en equipo. El juego limpio ha sido, es y será nuestro camino, debe salir de lo más profundo de nuestra humanidad, de nuestra conciencia y, como escribió el filósofo neoyorkino Eric Hoffer: Jugar limpio es no culpar a los demás de nuestros errores… más claro, imposible.