Dos meses atrás, la imagen de un gran letrero luminoso en la fachada de un edificio, vagaba por las redes sociales; en el aviso podía leerse: «No volveremos a la normalidad porque la normalidad era el problema».
Confieso que lo compartí en mi Facebook, y no tardaron en aparecer los respectivos “Me gusta”, haciéndome sentir que no estaba solo, que otras personas también pensaban que este tiempo difícil que se avecinaba, trayendo muertes, aislamiento e incertidumbre, sería el principio de un nueva era, marcada por la solidaridad y la justicia social.
En aquellos aparentemente lejanos primeros días de cuarentena, también se hicieron comunes videos en los que desde los balcones y salas de hogares italianos y españoles, podíamos ver a personas de todas las edades, cantando, tocando algún instrumento musical, recitando un poema o aplaudiendo al personal de salud que salía a trabajar diariamente.
Rituales para exorcizar la angustia, los miedos y malestares de la cuarentena general y obligatoria, a través de los cuales (como suponía aquel letrero luminoso) lo sublime de las artes y la solidaridad se contraponían al mezquino interés de empresarios y políticos de derecha, que sólo defienden sus privilegios económicos y de clase.
Desde Venezuela, mirábamos todas aquellas escenas con una mezcla de distante empatía y no poco romanticismo eurocéntrico; en un inicio, buena parte de nuestra población (sobre todo joven) –en fuga subjetiva de un país que parece haberles dado la espalda para su desarrollo personal y profesional, añorantes del esplendor (aun en la tragedia) de esos países del “primer mundo”–, replicó algunas de aquellas expresiones, interpretando el decreto de cuarentena general como un mágica posibilidad para acercarse a los estilos de vida y sufrimientos de sus lejanos pares europeos.
Irrumpía así, una realidad que resultaba imposible de negar; el virus, la enfermedad, el componente impredecible y azaroso del universo, la muerte, la vulnerabilidad, los cuerpos que sufren; lo real, eso imposible de simbolizar (en el sentido lacaniano), de nombrar sin que la angustia ocupe la escena e imponga sus ritmos atropellados y paralizantes, sus rituales, su elaboración idealizada del futuro.
Pero las grandes mayorías de la población venezolana, ya hemos enfrentado en los últimos años bastantes eventos que evocan esa angustia ante lo real (apagones generales de varios días, violencia política, precariedad en los servicios básicos y de salud, dificultad para conseguir o pagar alimentos) como para que la posibilidad, ilusoriamente remota, de enfermarnos por un virus o estar en cuarentena, generara el drama emocional que veíamos en Europa.
Nuestra realidad no da tiempo para una fuga romántica e idealizada, lo real tienen que enfrentarlo cada mañana los trabajadores cuando ineludiblemente deben resolver cómo hacer para conseguir comida, agua, gasolina, gas, medicinas y un largo etcétera, que deja escaso tiempo para la recreación y el descanso físico o mental. Como en los tiempos del apagón nacional de 2019, no fue el encierro en el hogar y el aislamiento social lo que exacerbó nuestras angustias cotidianas, sino la incertidumbre ante las nuevas dificultades que se agregaban a la ya bien compleja situación vital de los últimos años.
Los rituales de duelo por las ciudades clausuradas (a decir de Emanuele Coccia); ya eran parte de nuestra cotidianidad, nuestras ciudades llevan años cuasi clausuradas en medio de la conflictividad política y la crisis económica. Nuestra fuga a la fantasía tuvo y tiene sus momentos, en las reuniones familiares a las que nos escapamos, en una sopa o un sancocho improvisado al que se nos convidó en la cuadra o en el edificio donde vivimos, en las excursiones colectivas para comprar alimentos, en las tertulias vecinales nocturnas cuando quitan la luz.
Esta pandemia no derivara en un cambio mágico a una sociedad más justa (Zizek), ni una distopía de disciplina y control (Byung – Chul Han); por sí sola no determinara el desarrollo futuro de la sociedad. Son los seres humanos y su actividad colectiva los que irán instituyendo el significado histórico de este evento y la perspectiva de esa necesaria nueva y mejor realidad.
Algunas experiencias sobre cómo se ha desarrollado la flexibilización de la cuarentena en diferentes países, pueden hacernos suponer que el mundo tenderá a restablecer las formas de organización política y económica que preexistían a esta coyuntura, a imponer esa “normalidad” delineada por la distribución económica y de recursos más desigual de la historia de la humanidad, por la explotación de unos a otros y de la naturaleza. Y que nuevamente, como se ve en la historia de otras epidemias y pandemias, serán los migrantes, los pobres, los excluidos, los “otros” de siempre, los que serán señalados como irresponsables perpetuadores de la enfermedad.
El futuro es indeterminable. Muchas veces, algún evento sobrevenido, ha convocado interpretaciones dramáticas, en las que se ha afirmado que ya nada será igual a partir de esto o aquello; pero muy a despecho de los anhelos, ilusiones y temores de muchas personas bienintencionadas, muy poco cambió. El mundo y su sistema todavía imperante, con su normalidad caníbal, ha seguido su marcha.
Para esos desafíos y tensiones por venir, debemos prepararnos colectivamente, junto a aquellos que ya experimentaban la exclusión y explotación previamente a este suceso y sobre los cuales recaerán de nuevo los mayores sufrimientos, injusticias y persecuciones. Debemos reflexionar y pensarnos como país, como región, como habitantes de un planeta en crisis; donde lo local y lo global se cruzan y transforman, debemos organizarnos políticamente, socialmente, sindicalmente, para las próximas luchas que debemos dar.
De lo que hagamos, de la capacidad para imaginarnos un mundo diferente y echar a andar ese sueño (más allá de nuestros deseos idealizados y temores impuestos) dependerá el signo con el que se leerá en los libros, hacia dónde nos llevó esta pandemia.