Esta calma subversiva | Por: Carolys Pérez

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“Dormir es una afirmación radical de lo humano”, dice Jonathan Crary en su ensayo 24/7. El capitalismo al asalto del sueño. Y tiene razón: en una época en que se nos exige estar disponibles a toda hora, atentos, conectados, útiles, el descanso, la calma, el no hacer, se han vuelto gestos de insumisión. Vivimos bajo un modelo que detesta lo improductivo. Un sistema que no tolera la pausa porque en ella no hay ganancia. Y sin embargo, la pausa es lo único que nos permite preservar la vida con sentido, proteger la mente, cuidar el alma. Dormir, calmarse, desconectarse, es resistir. Es decir: “mi tiempo no te pertenece”.

En ese mundo donde la velocidad se ha convertido en dogma, mantenerse en calma es un acto radical. Una disidencia suave pero poderosa frente al ruido constante del rendimiento, la inmediatez y el consumo. Nos han enseñado que la quietud es ineficiencia. Que si no estás produciendo, estás perdiendo. Pero lo que nadie dice es que esa aceleración perpetua —ese 24/7 que describe Crary— es un diseño cuidadosamente montado para mantenernos desconectadas de nosotras mismas.

Desde la neurociencia también hay evidencias: el sistema nervioso autónomo —específicamente el sistema parasimpático— es el encargado de activar los estados de descanso y reparación del organismo. Cuando respiramos profundo, dormimos bien, caminamos sin prisa o simplemente contemplamos, le damos al cerebro la oportunidad de resetearse, de reordenar lo aprendido, de sanar lo vivido. Esta calma no es pasividad. Es reconstrucción.

La amígdala cerebral, ese radar de peligro constante que llevamos en el centro del cerebro, reduce su hiperactividad cuando el entorno interno se tranquiliza. Y eso permite que emerjan otras funciones superiores como la empatía, la creatividad y la toma de decisiones conscientes. Calmarse, entonces, no es evadir. Es hacerse cargo. De lo que sentimos, de lo que pensamos, de cómo elegimos habitar el mundo.

Por eso, cuando decidimos apagar el celular un domingo, dormir ocho horas sin culpa, sentarnos a tomar café sin mirar el reloj o escribir en silencio para nadie más que para nosotras, estamos ejerciendo un tipo de soberanía que no cabe en los algoritmos. Estamos diciendo no al sistema que nos quiere ansiosas y ansiosos, fragmentados, fragmentadas, agotadas y agotados en tiempos donde todo arde, es por ello que ser capaces de cuidar nuestra calma es quizás una de las formas más tiernas —y peligrosas— de conspirar contra el hastío y abanderar la alegría.

¡Venceremos, palabra de mujer!

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