A 49 años del último golpe de Estado en Argentina, el portal Página/12 recogió los testimonios de quienes sufrieron el terrorismo de Estado en carne propia: secuestros, torturas, campos de concentración. «Todavía falta que la historia hable de nosotros», dicen y reclaman que el Poder Judicial aborde sus casos. Argentina, memoria, verdad y justicia
Compartimos este artículo para seguir repitiendo junto a todas estas voces en el Día de la Memoria por la Verdad y la Justicia: ¡NUNCA MÁS!
«Con los niños que no se metan nunca más» | Por: Luciana Bertoia – Página 12.
– Gabriela Schroeder Barredo
Gabriela Schroeder Barredo tiene 53 años. Está de viaje en Chile cuando cuenta su historia. Por momentos, en ese relato, vuelve a ser la nena que era cuando una patota de represores argentinos y uruguayos llegó a la casa en la que vivía para poner ese mundo infantil patas para arriba. “A mis hermanos y a mí nos secuestraron. Nos tuvieron cautivos. Trataron de apropiarse de nosotros. Nos usaron como instrumento de tortura. Fuimos víctimas directas. Todavía falta que la historia hable de nosotros, los niños”, reclama. Gabriela habla por ella y por otros cientos de hombres y mujeres que, a 49 años del inicio de la última dictadura, siguen reclamando que la sociedad y los tribunales reconozcan lo que sufrieron cuando les cambiaron los juegos por el sufrimiento y el terror.
Gabriela es la hija de Rosario Barredo, militante tupamara uruguaya. Su papá, Gabriel Schroeder, fue asesinado el 14 de abril de 1972. Ella nació diez días después mientras su mamá estaba presa. Meses después, Rosario recuperó la libertad. Al tiempo se puso en pareja con William Whitelaw, con quien tuvo dos hijos. Victoria nació en 1975 y Máximo en marzo de 1976.
Cerca de las dos de la madrugada del 13 de mayo de 1976, un grupo de tareas llegó a la calle Matorras al 310, donde residían. En ese momento, la vida que tenían se esfumó. Nunca más Gabriela volvió a acariciar a su perro Corbata, un boxer al que dicen haber visto en Automotores Orletti. Los secuestradores rechazaron una oferta de los vecinos de quedarse con los niños. Se los llevaron con ellos.
Recién en 2020 Gabriela supo adónde habían estado: la base Bacacay, el primer centro clandestino que regenteó la Secretaría de Inteligencia de Estado (SIDE). Ella, que es ingeniera, brindó un testimonio preciso que ayudó a su identificación.

De aquellos días recuerda algunos momentos. Un encuentro con Willy en el baño que fue una despedida: él le dijo que la quería mucho y que se cuidara. El último momento en que vio a su mamá: cuando la sacaban del lugar de cautiverio para asesinarla y sus nervios cuando vio que la chiquita la seguía.
Rosario Barredo, William Whitelaw, Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz fueron ejecutados a sangre fría. Sus cuerpos aparecieron en un Torino borravino el 21 de mayo de 1976, ocho días después del secuestro de la familia. Para entonces, Gabriela había sido separada de sus hermanos. Los captores la llevaron a una casa y a un departamento. Días después, los tres chiquitos fueron entregados a Juan Pablo Schroeder, el abuelo de Gabriela, que había movido cielo y tierra hasta encontrarlos.
Gabriela presentó una querella por lo que sucedió con ella en Uruguay y espera también que, en algún momento, se juzgue en Argentina lo sucedido en la base Bacacay –que quedó fuera del tramo que fue elevado a juicio por decisión de la Cámara Federal porteña. “Hay que construir memoria para que con los niños no se metan nunca más”, insiste.
El arte de buscar justicia
María Ramírez tenía cuatro años la última vez que sintió los labios cálidos de su mamá, Vicenta Orrego Meza, sobre su mejilla. Minutos antes, la Brigada de Lanús había llegado hasta la casita que alquilaban en un barrio humilde de Almirante Brown. Sin preaviso, comenzó la balacera. Todos se aterrorizaron, incluido el perrito que tenían, que salió disparado a esconderse detrás de la heladera. Carlos, que tenía cinco años, salió corriendo tras él. Una bala le rozó la nunca.
Vicenta pidió que dejaran salir a sus tres hijos: María, Carlos y Mariano, que tenía dos años. Después, la acribillaron. Su cuerpo nunca apareció. Hay testimonios que indican que la policía lo retiró con un carro.


A los chiquitos los dejaron con unos vecinos, que finalmente los llevaron hasta la comisaría de Adrogué. De allí, terminaron en el Tribunal de Menores de Lomas de Zamora, a cargo de la jueza Delia Pons, una magistrada identificada con la dictadura.
Pons no buscó a la familia de los chicos. Los mandó a un primer orfanato y después ordenó su traslado a la Casa de Belén, un hogar que dependía de la parroquia Sagrada Familia de Banfield. Estuvieron allí durante casi siete años. Todo fue sufrimiento. Golpes, humillaciones, penitencias –que incluían comer con los perros– y, en el caso de María, reiterados abusos sexuales.
La familia los buscó. Su tía Lucila los encontró, pero la jueza Pons rechazó entregárselos. Su papá, Julio Ramírez, los reclamaba cuando estaba preso y lo siguió haciendo cuando salió con “opción” del país. Los fundadores del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) jugaron un rol clave para conseguir un fallo favorable de la Corte y preparar a los chicos para la reunión con su padre.
Fueron años duros para María. Cuando viajó a Suecia, no dejó sus terrores en el aeropuerto. Su tristeza se hacía más densa cuando sentía que perdía su conexión con su mamá, que para ella es su ángel protector.
María encontró en el arte una vía para canalizar tanto dolor. Solo cuando la justicia reconoció lo que habían padecido sus pinturas se llenaron de colores. Pudo pintar al sol. Fue gracias a un fallo que el Tribunal Oral Federal (TOF) 1 de La Plata emitió en 2023, reconociendo que lo que habían padecido los hermanitos Ramírez en el Hogar Casa de Belén se parecía en mucho a la metodología de los campos de concentración.
María también se refugia en la lectura. Le gustan los clásicos y la filosofía. “El material de la reflexión de Platón creo que dice mucho acerca de cuándo la justicia funciona y cuándo no. Fue muy reparador para mí llegar hacia el paraíso y sentir la presencia de mamá y una paz interior”, dice desde Suecia.
A finales del año pasado, María presentó sus obras en la Asociación de Magistrados. “Es importante tomar los relatos de los niños con respeto y credibilidad –les dijo. No hacerlo es una obra maestra de la injusticia”.
Sobrevida
Iván Troitero dormía en su cama. Era la madrugada del 12 de octubre de 1978 y sus padres, Alfredo Troitero y Martha Tilger, habían salido al cine. Él tenía quince años y estaba al cuidado de sus hermanos menores: Fabián (13), Andrea (10) y Adolfo (8).
Un disparo lo sobresaltó. Se levantó a las corridas. Alcanzó a ver por la ventana que unos hombres armados avanzaban hacia el edificio de Lugano I y II, donde vivía. Quiso despertar a sus hermanos, pero no llegó a tiempo. La patota ya estaba en el tercer piso.
A él lo separaron para interrogarlo. Lo golpearon con ferocidad. En un momento, su hermano Fabián se escapó y escuchó los disparos. Le dijeron que lo habían matado. La pesadilla no terminaba. Él tampoco escuchaba a los dos más chicos, que estaban amordazados. Solo podía imaginar lo peor.


Cuando sus padres llegaron, se los llevaron. Martha pidió despedirse. Fue la última vez que sus hijos la vieron. Los represores dijeron que iban a volver por los chicos. Iván agarró a sus hermanos y fue en busca de un amigo de su papá –que los llevó con su abuela. A los pocos meses, Iván y Fabián debieron volver al departamento de Lugano, que estaba tan destruido como lo había dejado la patota. También tuvieron que conseguir trabajos: uno como cadete y el otro cargando telas en Once.
“La justicia tiene que hacerse cargo de que hubo menores que sufrieron esto. Tienen que hacerse cargo de que no nos vieron y que no pensaron que éramos sujetos de derecho”, dice Iván –que junto a otros hijos e hijas del circuito Atlético-Banco-Olimpo vienen haciendo una reconstrucción para que los tribunales tomen sus casos.
La comprobación de la maldad
Zulema Chester se despertó por el ruido. Salió de su habitación y se encontró con un hombre a quien conocía del Hospital Posadas, donde trabajaban sus padres, Marta y Jacobo Chester.
–¿Qué hacés acá?–la interrogó.
–Yo estoy en mi casa. ¿Qué hace usted acá?–le respondió.
La sentaron primero junto a su madre y después la llevaron a su habitación para interrogarla. Tenía doce años. Le preguntaban por los panfletos. No sabía de qué le hablaban. Cuando vieron que tenía libros en hebreo, los golpes se volvieron más duros. Rompieron una percha y empezaron a pegarle con eso.
–A tu papá podés ir a buscarlo a los zanjones– le dijeron antes de abandonar la casa de Haedo.
“El día del secuestro de mi viejo entendí que en el mundo existía la maldad”, dice Zulema. “Yo era una hija y nieta mimada, iba a un colegio en el que todos éramos amigos y, para mí, la maldad era algo de las películas de guerra”.
Una justicia que mira y no ve
Los testimonios sobre la presencia de niños o niñas en los centros clandestinos, en los operativos de secuestro o en instituciones como orfanatos empezaron a registrarse desde la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep). Se escucharon en el Juicio a las Juntas y en los procesos que se sustanciaron desde 2006.
Hace más de una década que Mariana Eva Pérez, Leonardo Surraco y Águeda Goyochea advertían que a los hijos e hijas se los trataba como personajes secundarios de una tragedia protagonizada por sus padres, los detenidos-desaparecidos. La justicia sigue sin dar respuesta a la mayoría de los casos.
Elogio de la crueldad
“Lo que hicieron con las infancias fue la máxima expresión de la crueldad”, afirma Victoria Montenegro –que fue apropiada por el coronel Herman Tetzlaff y su esposa, María Eduartes. El robo de bebés, denunciado por las Abuelas de Plaza de Mayo, fue uno de los pocos delitos que no fueron contemplados por las leyes de impunidad. Para la justicia argentina, está acreditado que hubo un plan sistemático de apropiación de niños y niñas.
Victoria tenía tan solo trece días cuando una patota comandada por Tetzlaff llegó el 13 de febrero de 1976 hasta la casita de William Morris en la que vivía con sus padres. Por las explosiones, ella casi pierde la audición. Estuvo en la Brigada Femenina de San Martín –por donde la fiscalía estima que pasaron más de 50 niños y niñas– y al cuidado de unas monjas.


Cuando Eduartes y Tetzlaff fueron a buscarla, una de las religiosas les preguntó si no preferían llevarse al nene rubio que era más parecido a ellos. Los trataban como si fueran cachorros.
Tetzlaff y Eduartes la anotaron como María Sol y la bautizaron en Campo de Mayo. Tetzlaff también se robó a Horacio Pietragalla Corti y se lo entregó a una vecina que trabajaba en su casa.
“Me tocó atravesar una infancia de mucho dolor, mucha violencia y muchas mentiras. En nuestro país, existió la apropiación de menores y tuvo la particularidad de tomar la genética para encauzarla hacia un proyecto de país. También tuvimos la maravilla de las Abuelas, que tuvieron el amor para rescatarnos y guiarnos”, añade la legisladora porteña que el año pasado puso en la agenda de ese cuerpo legislativo lo que pasó con las infancias victimizadas por el terrorismo de Estado.
El final de la infancia
Alejandra Santucho estaba jugando en la calle. Era el 3 de diciembre de 1976 y hacía un calor sofocante. En un minuto, ese mundo de juegos se desplomó. Ella miraba como una espectadora de diez años que no podía creer lo que estaba viendo.
Tiros, bombas y hasta dinamita contra la casa en la que vivían. Su hermana Mónica, de catorce años, salió con un bebé que estaba en la casa y con su hermanito de dos años. Los chicos quedaron a salvo. A Mónica la encapucharon ante la mirada de Alejandra y se la llevaron. También vio cómo cargaban los cuerpos de sus padres. “No sé si hubo infancia después”, dice.
Los represores dejaron a Alejandra y a su hermano en una casa vecina con la promesa de que volverían a buscarlos unos días después. Antes, los rescataron unos compañeros de militancia de sus padres. Vivieron un tiempo con unos tíos hasta que su abuela materna fue a buscarlos.


La vida en la zona de Bahía Blanca fue dura. Era un secreto a voces que sus padres estaban desaparecidos. A los compañeritos de la escuela no los dejaban ir a su casa. Cuando arrancó el industrial, un preceptor la acosaba diciéndole: “Así que Santucho” –como si tuviera algún vínculo con el líder del PRT-ERP, Mario Roberto Santucho, cuyos hijos también habían sido secuestrados y llevados a un centro clandestino de detención.
Con la democracia, la familia tuvo alguna información sobre el destino de Mónica –que pasó por la Comisaría 5ª de La Plata y el Pozo de Arana. Su abuela murió en 1985 a los 62 años –poco tiempo después de perder las esperanzas de encontrarla con vida.
“Los hijos y las hijas hemos sido invisibilizados. Nuestras infancias fueron vulneradas. Pasamos por situaciones que nunca fueron tenidas en cuenta. Y a veces a uno también le cuesta asumirse como víctima”, dice Alejandra –que está recuperándose de la inundación que enlutó a Bahía Blanca.
Presente y futuro
Angelita Urondo Raboy no había cumplido un año cuando el 17 de junio de 1976 emboscaron el auto en el que iba con su papá –el periodista y poeta Francisco “Paco” Urondo–, su mamá –Alicia Raboy– y una compañera de militancia, Renée Ahualli.
A Alicia y a Angelita las llevaron al D2 de Mendoza, el mayor campo de concentración de la provincia. La nena terminó en la Casa Cuna. En los papeles figuraba como NN y decían que había sido abandonada por su madre. Su abuela materna y su tía paterna la encontraron después de unos días. Acordaron que iban a criarla juntas hasta que algo cambió y la abuela creyó que la mejor opción era que creciera con una prima de Alicia.


Angelita supo de su historia al pasar frente a la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Su madre adoptiva insultó a los milicos y ella le preguntó por qué lo hacía.
–¿No sabés que mataron a tus padres?–le contestó.
Hace más de una década que Ángela piensa en cómo las infancias se vieron atravesadas por la dictadura. Presentó una querella por su caso e investigó los de otros niños que también estuvieron como ella en el campo de concentración. Pero sostiene que esas infancias vulneradas deben servir para iluminar a las que sufren hoy. “Es necesario poner la mirada sobre la infancia actual, sobre nuestros niños que están viviendo esta otra forma del Estado que ofrece miseria y terror. Yo estoy viendo una voluntad de exterminio de los más frágiles, que son los niños y los viejos”, reflexiona.