El próximo domingo 21 de noviembre se realizarán en Venezuela elecciones regionales y municipales. Denominadas por la prensa como “megaelecciones”, se competirá en ellas por 3.082 cargos gubernamentales en todo el país, dentro de los cuales se elegirán 23 gobernaciones, 335 alcaldías, 253 legisladores regionales y 2.471 concejales locales. Será la vigésimo séptima elección que se realiza en el país desde la llegada del chavismo al poder hace veintitrés años.
Competirán en total 70.244 candidatos, lo que resulta en un promedio de 23 candidatos por puesto. La última vez que se realizaron elecciones de esta magnitud, combinando niveles regionales y municipales, fue hace trece años. Sin duda alguna, los resultados marcarán, para los próximos años, la geometría de un corroído poder institucional.
Sin embargo, el elemento más importante de estas elecciones no es su volumen, sino el hecho de que serán las primeras elecciones desde el 2017 en donde participará el conjunto de las fracciones más radicalizadas de la oposición, nucleadas en el denominado G4 – ahora Plataforma Unitaria. Esto las vuelve las primeras elecciones, luego de una sistemático desconocimiento institucional por parte de estas fuerzas, en donde competirán el conjunto de actores más relevantes de la vida política venezolana. Sin duda alguna el resultado de estas elecciones abrirá una nueva etapa, llena de interrogantes para el país.
El tránsito desde una inflamada retórica marcada por la exigencia del “fin de la usurpación” a la aceptación del diálogo y la participación en las elecciones ha sido un camino sinuoso. Desde hace varios años se vienen ensayando distintos dispositivos de diálogo, con el fin de traccionar a la oposición hacia el reconocimiento institucional y la competencia democrática. Por esta vía se ha intentado mermar el peso de las sanciones unilaterales -diplomáticas y económicas- que pesan sobre el país. Se trata de medidas coercitivas unilaterales que en palabras de Benigno Alarcón Deza -director del medio opositor politikaucab- son a la vez el principal punto de exigencia del chavismo y “la presión más importante sobre el gobierno y el único punto de apalancamiento”1.
En mayo de este año el gobierno dio paso a un proceso de renovación del Consejo Nacional Electoral (CNE), institución que representa el órgano máximo del Poder Electoral, uno de los cinco poderes en los que se divide la República Bolivariana. Esta renovación fue parte de un acuerdo entre el oficialismo y la oposición -tanto en su variante parlamentaria como en las asociaciones de “la sociedad civil”- lo que modificó la estructura rectoral del organismo en pleno: se incorporó así a dos representantes de la oposición sobre un total de cinco miembros.
Luego, en agosto, empezó una nueva ronda de negociaciones entre el gobierno y una parte de la oposición, la cual se venía negando a participar de los comicios electorales y a reconocer a Nicolás Maduro como el legítimo presidente electo. Estas negociaciones tuvieron lugar en México con el beneplácito del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, y contaron con la mediación del Reino de Noruega y el acompañamiento del Reino de Países Bajos por parte de la oposición, y de la Federación de Rusia por el oficialismo. Este fue el quinto intento por parte del gobierno de construir, fuera de Venezuela, un diálogo tendiente a un acuerdo, con el objetivo de lograr un entendimiento que dé salida al conflicto y al asedio que vive el país hace años.
Sin embargo, a diferencia de los intentos anteriores, en este proceso de diálogo se logró firmar un memorándum de entendimiento entre ambas partes. Allí se acordaron siete puntos: derechos políticos para todos; garantías electorales; levantamiento de “sanciones”; respeto al Estado Constitucional; convivencia política y social; protección de la economía nacional y garantías de implementación y seguimiento de los acuerdos.
Estas elecciones se inscriben como parte de un cambio de estrategia de las fracciones más radicales de la oposición, que en los últimos años habían apostado por un “cambio de régimen” mediante el desconocimiento de Maduro y la creación de una institucionalidad paralela tendiente a la destitución del gobierno2. Esa estrategia, con la creación de un gobierno paralelo encabezado por Guaidó, es la que ha entrado en crisis.
De esta manera, en los próximos comicios participarán los principales actores del campo político. Por un lado se encuentra el PSUV, que viene de realizar unas elecciones internas en las que renovó una buena parte de sus candidatos, nucleado junto a fuerzas aliadas en el Gran Polo Patriótico. Por el otro, la Plataforma Unitaria, que nuclea un conjunto de partidos de derecha encabezados por Guaidó. A estos se suman la Alianza Democrática, una coalición opositora que sí venía participando de las elecciones y cuenta con representación institucional y la Alternativa Popular Revolucionaria (APR), una coalición política de izquierda contraria a la administración de Nicolás Maduro. Por último se cuentan una decena de partidos regionales y/o municipales.
El proceso electoral contará con más de 300 observadores internacionales. La Unión Europea envió cerca de 100 observadores, luego de haber rechazado las invitaciones para hacerlo desde las elecciones de 2006. También participarán una serie de organismos multilaterales, incluidas las Naciones Unidas, el prestigioso Centro Carter y el Consejo de Expertos Electorales Latinoamericanos (CEELA), junto a decenas de periodistas, expertos electorales, políticos y académicos. Durante todo el proceso electoral, se realizarán 16 auditorías a los distintos componentes del sistema. De esta manera, tal como señala Pedro Calzadilla3, presidente del Consejo Nacional Electoral, serán las elecciones más auditadas del mundo.
Uno de los principales interrogantes de estos comicios girará en torno al nivel de abstención electoral, que en los últimos años ha ido en aumento. Tal es así que en las elecciones legislativas de fines del 2020 la participación fue tan solo del 31% del padrón electoral. La oposición, que no había participado de las elecciones, argumentaba que la abstinencia era un virtual rechazo al gobierno y un apoyo a su fuerza. Mientras tanto, el gobierno atribuía la baja participación a la ausencia de una oposición electoralmente competitiva y a los efectos del Covid. Lo cierto es que estas elecciones serán un verdadero test para todas las fuerzas políticas del país.
Sean cual sean los resultados, las elecciones del 21 de noviembre serán un punto de inflexión dentro del turbulento panorama político de Venezuela, inscriptas como lo están dentro de un agitado panorama Latinoamericano, atravesado por fuertes disputas geopolíticas y por proyectos que, por izquierda o derecha, tienen serias dificultades para asentarse de manera hegemónica. Estará por verse si las fuerzas populares venezolanas logran, en este renovado contexto, reimpulsar el sendero de transformaciones que signó el horizonte de cambios en el país durante la primera década y media del presente siglo, bajo el ideario del Socialismo del Siglo XXI. O si, por el contrario, se asiste a una paulatina normalización liberal en un país profundamente golpeado y castigado por el sacrilegio de optar por un sendero distinto al que estipula la normalidad capitalista.