El nombre de la esperanza | Por: Carola Chávez
El 4F yo era una muchacha de veintipocos años viendo desde mi balcón, sin saberlo, sin entender casi nada, el inicio de una nueva era.
Yo crecí en ese lado de Venezuela donde las familias eran adecas y copeyanas y compartían la mesa sin confrontaciones, como dicen algunos que intentan remodelar la memoria para que sintamos una nostalgia que no tenemos por unos tiempos mejores que no fueron.
Claro que no había confrontación, si ambos bandos eran lo mismo, con mínimas diferencias que se resumían en la ordinariez adeca que revolvía el whisky con el meñique y la sifrinez copeyana que arrugaba la nariz, pero brindaba con el adeco por la salud del bipartidismo que les rellenaba la papada, la barriga y las cuentas en Miami.
Alternándose, copeyanos y adecos, abusaron tanto que hasta en el este del Este estábamos hartos de ellos: del cinismo de Lauría, de la prepotencia de Lepage, de la soberbia etílica de Álvarez Paz, de la prosopopeya de Morales Bello, de la sonrisita de utilería de Eduardo Fernández…. hartos los escombros que dejó Blanca Ibáñez, de la calle ciega en la que nos metieron, donde la esperanza era nada más y nada menos que Carlos Andrés Pérez, el Gocho pal 88. ¡No me eches más cartas! —diría mi querido Roberto Malaver.
Estábamos allí, en pleno gobierno de la esperanza adeca, ahogándonos en el lodazal que nos prepararon Paquetico Rodríguez y aquel grupo de jóvenes pirañas que nos vendieron como los salvadores, como la gran cosota con diplomas de Harvard y sello de calidad Norven… en pleno desvalijamiento moral y físico de un país que parecía no quererlo nadie, ahí nos encontró el 4 de febrero.
Las caras de pánico los dirigentes políticos de entonces me decían que algo bueno podía estar pasando. El tartamudeo agravado del ya tartamudo presidente daba como un fresquito… que ellos que nos habían engañado tanto, que nos habían defraudado tanto, estuvieran cagados, la verdad es que, de algún modo, me hacía sentir reivindicada.
Entonces, salió Chávez, y toda Venezuela pegada a la televisión. Ahí lo vimos: un militar haciéndose responsable en el país del “yo no fui”. Un tipo que imaginamos jodido, vencido –porque esos adecos y copeyanos no le iban a perdonar que les jamaqueara el tarantín–, parado ahí solito, con su dignidad intacta, y aún rodeado de sus verdugos, en unos pocos segundos, con unas pocas palabras, fue capaz de devolvernos la esperanza.
Aquel “Por ahora” nos llegó como un relámpago al pecho. En esa Venezuela saqueada durante décadas por el entreguismo neocolonial y rematada con el desguace neoliberal de los años 90. En aquel país de políticos bandidos, putañeros y borrachos; de militares invertebrados, serviles a un poder podrido; ahí, en el momento más nefasto y oscuro, vimos una luz y supimos aferramos a ella.
Recuerdo que El Diario de Caracas publicó en su portada la foto grandota del Chávez con su boina roja y su “por ahora”. Recuerdo que esa foto la recortamos todos la pegamos en los ascensores de los edificios, en las escritorios del trabajo… recuerdo que yo trabajaba en un colegio privado y en cada cartelera estaba la foto de Chávez como diciéndonos que todo aquello que nos aplastaba podía acabarse y se iba a acabar.
También recuerdo que, pocos días después, la dirección del colegio nos mandó a recoger todas las fotos de Chávez, que no quedara ni una, porque venía la supervisora del ministerio de educación, democráticamente, a decirnos qué era lo que podíamos y no podíamos decir sobre los sucesos del 4 de febrero. La supervisora fue breve: estaba prohibido hablar de Chávez.
Pero no hubo supervisora ni prohibición que evitara que siguiéramos hablando de él en el colegio, en la panadería, en las oficinas, los talleres, las universidades… ¡en todos lados!… Y retumbaban las cacerolas a cada rato y en los balcones y ventanas coreábamos ¡Chá-vez, Chá-vez!, y desde entonces la esperanza su nombre.
CAROLA CHÁVEZ