A despecho de no poder convertir al mundo en una inmensa base de Guantánamo, el complejo industrial –militar que gobierna Estados Unidos se inventó las medidas coercitivas unilaterales, bautizadas como sanciones. La palabra implica un acto que viene de arriba hacia abajo: de padre a hijo, del grande al pequeño, del poderoso al débil. El imperio se arrogó esa potestad frente a los pueblos del sur. Europa aplaudió. No solo eso, también se sumó al “placentero” abuso de sancionar. Hasta que una mañana EE.UU. le ordenó bajarse los calzones para darle unos fuetazos.
A la Unión Europea no le gustó que le cambiaran el rol, de sancionadora a sancionada. Durante la guerra de Irak, le preguntaron a Nicolas Sarkozy por qué metió a Francia en el conflicto. Su respuesta vomitó soberbia y nostalgia: “para que nadie olvidé nuestra condición de gran potencia”. Al parecer, alguien del otro lado del Atlántico olvidó esa condición, no solo de París, sino de todo el viejo continente.
A diferencia de las torturas en Guantánamo o Abu Ghraib, las sanciones atormentan a ojos de todo el mundo. No solo persiguen el sufrimiento de los pueblos al bloquear sus recursos (o robárselos) y el acceso a medicinas, agua, alimentos; procura también su divulgación para escarmiento de otros pueblos y desmoralización de los sancionados (esto último, sin éxito). A lo anterior se agrega la aplicación extraterritorial de las leyes yanquis, entre estas, poner precio a la cabeza de los dirigentes de otras naciones o asesinarlos abiertamente, como al general iraní Qasem Soleimani.
Mientras la UE aplaudía el “wanted” que el imperio colgaba con recompensa millonaria sobre altos cargos de Venezuela (el último, el presidente del Tribunal Supremo de Justicia, doctor Maikel Moreno), de pronto se dio cuenta de que la sombra del Guantánamo de las sanciones encapotaba su cielo. Los magistrados de la Corte Penal Internacional fueron los primeros indiciados por la “justicia” gringa. La orgullosa Europa estaba bajo la maleable jurisdicción de su ex colonia. El portugués António Guterres, secretario general de la ONU, se acordó entonces del derecho internacional. Debería visitar –dice uno- la bloqueada República Bolivariana de Venezuela para que reciba lecciones de dignidad. De paso, se puede traer a la Bachelet, tan anémica en la materia.
EARLE HERRERA
Constituyente.
Publicado en ÚN.