Con el reconocimiento de que el Esequibo es de Venezuela, la Corte Internacional de Justicia, CIJ, podría contribuir, si así se lo propone, a reducir la velocidad con la cual sucumbe la confianza y credibilidad de la opinión pública mundial en la Organización de las Naciones Unidas, como institución llamada a garantizar la paz y la justa convivencia entre los pueblos del planeta.
Para eso la CIJ fue creada tras finalizar la segunda guerra mundial, en 1945, e iniciar su actividad en 1946. Pero ocurre en el caso de venezolano Esequibo, ha realizado actuaciones y omisiones que levantan sospechas entorno a si hará aportes para preservar la paz entre los Estados, o, por el contrario, añadirá otro motivo para el descrédito de la ONU.
De entrada, al haber admitido el caso Esequibo solicitado por Guyana sin la anuencia de Venezuela propicia un escenario de confrontación alejado del diálogo previsto en el Acuerdo de Ginebra de 1966, eje por demás permanente de la pacífica política de Estado, puesto con mayor énfasis en la controversia territorial y marítima con el vecino país.
Y es precisamente el haber extendido su jurisdicción hacia ámbitos no aceptados por los Estados una de las criticas más formuladas por los países miembros de la ONU, a pesar de que el organismo sabe que “la jurisdicción de la Corte se ha beneficiado enormemente de la presentación de controversias mediante acuerdos especiales entre las partes y, en particular, de la inclusión de cláusulas jurisdiccionales en tratados bilaterales y multilaterales de toda índole”, apunta el estudio “La Corte Internacional de Justicia y el futuro del Estado de derecho a nivel global”, elaborado por Juan Manuel Gómez Robledo, representante Permanente Alterno de México ante las Naciones Unidas.
“Una revisión de los asuntos de la CIJ durante la última década revela lo mucho que estos mecanismos han probado contribuir a la progresiva expansión de su competencia, permitiéndole resolver disputas relacionadas con conflictos territoriales, delimitaciones marítimas”.
No obstante, el estudio del representante Permanente Alterno de México ante las Naciones Unidas señala que “Una de las principales críticas que suelen esgrimirse en contra de la CIJ tiene que ver con los límites de su jurisdicción, la cual requiere del consentimiento de los Estados involucrados en un asunto específico”.
En el estudio de Gómez Robledo, fechado en marzo de 2023, el autor apunta que esta crítica parte de que hoy únicamente 73 Estados reconocen la jurisdicción obligatoria de la Corte, lo cual equivale a poco más de un tercio de los Estados miembros de las Naciones Unidas. Algunos, como Estados Unidos o Francia, las retiraron o bien las han condicionado a una serie de reservas.
En su análisis destaca que “la jurisdicción de la Corte está limitada a los asuntos en los que ambas partes han sometido su disputa a la Corte. Cada parte debe cumplir las obligaciones que le incumban como consecuencia del juicio emitido por la Corte”.
Aún así los poderes de la Corte se han visto limitados por carecer del poder de hacer ejecutar la sentencia o resolución dictada por el tribunal internacional, siendo que, la única manera viable que se ha encontrado y se suele aplicar, ante los incumplimientos de las resoluciones por parte de Estados condenados, es la imposición de multas, limitaciones al cupo de importación o exportación, denegación de acceso a financiamiento internacional, restricciones de comercio internacional, bloqueo comercial en general y/o hasta militar en casos de suma gravedad.
El representante de México ante la ONU, sin embargo, destaca la posibilidad de que la Corte conozca una controversia bajo la doctrina del forum prorogatum, la cual indica que un Estado puede iniciar de manera unilateral un procedimiento sin que su contraparte haya manifestado que reconoce la jurisdicción de la CIJ para el asunto en cuestión; sin embargo, aclara que la Corte no puede tomar acción alguna hasta tanto el Estado contra el que se presentó la demanda consienta la jurisdicción de la CIJ.
Incluso bajo esta prerrogativa reconoce el desgano de gran parte de los Estados condenados por los tribunales internacionales, o bien, por la imposibilidad del Consejo de Seguridad para imponer las sanciones como consecuencias del juicio, “especialmente si el fallo va contra los intereses de alguno de los cinco países miembros del Consejo de Seguridad, que tienen poder del veto sobre cualquier decisión tomada”.
Un caso elocuente es EEUU, que fue demandado ante la CIJ por haber financiado, organizado, equipado a los grupos paramilitares, conocidos como Contras, en contra del gobierno sandinista de Nicaragua en la década de los 80.
En su defensa, el Gobierno de Estados Unidos arguyó que la Corte no tenía jurisdicción. Su embajadora ante las Naciones Unidas, Jeane Kirkpatrick, desdeñó a la Corte como un «cuerpo medio legal, medio jurídico y medio político que las naciones a veces aceptan y a veces no».
El 3 de noviembre de 1986 la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó una resolución para presionar al Gobierno de Estados Unidos a pagar la multa. Únicamente El Salvador e Israel, cuyos gobiernos eran fuertes aliados de los Estados Unidos, votaron en contra de esta resolución.
En la actualidad (2023), Estados Unidos sigue sin reconocer la sentencia impuesta por la Corte Internacional de Justicia. Había aceptado previamente la jurisdicción obligatoria de la Corte desde su creación en 1946, pero retiró su aceptación tras el juicio de 1984 que compelió a los Estados Unidos a «cesar y abstenerse» del «uso ilegal de la fuerza» contra el gobierno de Nicaragua. Le fue ordenado pagar compensaciones. Nunca cumplió su obligación.
En el caso Esequibo otra acción por omisión de la ONU es el silencio ante los preparativos militares de Guyana, que desde 2015 ha estado participando en maniobras militares conocidas como “Tradewinds”, patrocinadas por el Comando Sur, con el objetivo de consolidar la supremacía estadounidense en esta región del mar Caribe.
Antes, en 2012, el Comando Sur participó en el Ejercicio Respuesta Fusionada en Guyana, el cual implicó la colaboración entre el Comando de Operaciones Especiales de Estados Unidos y las Fuerzas de Defensa de Guyana.
El país amazónico también ha participado en diversas ediciones de Unitas, incluida la edición de este año, que se efectuó en Cartagenas de Indias y en otras partes de la costa atlántica de Colombia.
Con motivo de este acontecimiento, el entonces jefe del Comando Sur, Craig Faller, pasó tres días en Guyana, donde también supervisó las maniobras de vigilancia marítima conjuntas llevadas a cabo por ambas naciones en el marco del Acuerdo de Shiprider, suscrito por Georgetown y Washington durante un viaje del exsecretario de Estado, Mike Pompeo, en la era Trump.
Son estas acciones de Guyana asociadas con el Comando Sur de Estados Unidos, y las de dar concesiones petrolera en un mar pendiente por delimitar, la que “se está convirtiendo en la mayor amenaza a la paz y estabilidad del Caribe”, dice la Cancillería.
Con el caso Esequibo la ONU enfrenta entonces otro problema de confianza y credibilidad en la búsqueda de la paz, propósito afectado por su ineficacia y nula actuación ante la reciente Pandemia, en la guerra provocada por la OTAN en Ucrania, el genocidio que comete Israel en Gaza, la crisis climática, el desacato a sus dictámenes y resoluciones por parte de los países miembros del Consejo de Seguridad.
Las argumentaciones y pruebas de soberanía venezolana sobre el Esequibo son irrefutables y contundentes. El Organismo tiene en sus manos la oportunidad de ponerle freno a la vertical caída de confianza y credibilidad instalada en la opinión pública mundial.
Tal cuadro da para pensar que la CIJ podría emitir una resolución favorable a Venezuela.