El auge actual del neofascismo es posible porque se levanta sobre un fascismo estructural que ya estaba ahí, que sólo necesita la crisis, el desencanto cíclico de las siempre desencantables clases medias, reales o aspiracionales.
Una de las frases más conocidas del filósofo marxista Antonio Gramsci (1981), nacido en el año 1891 y encarcelado por el régimen fascista de Benito Mussolini, es: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”. Hoy podríamos decir que es una frase profética. Pues vemos cómo en el estertor del capitalismo (aunque a veces los imperios, como el romano, tardan siglos en desaparecer) surgen estos monstruos.
Stanley (2020) plantea que, como en los años treinta, el mundo está reaccionando negativamente contra la globalización neoliberal capitalista que ha generado una sociedad del 1/95[1], como expuso el informe de Ofxam-Intermon en 2024. Y la historia nos recuerda —afirma Stanley— que estas épocas son instrumentalizadas por políticos oportunistas que quieren que miremos hacia atrás y no hacia adelante. Es decir, que en vez de preocuparse por buscar soluciones a los problemas reales que tiene el mundo, estos políticos nos hablan de mitos sobre un pasado supuestamente glorioso en el que nuestra tribu mandaba más que las demás, y señalan como amenazas al feminismo y la inmigración que ponen en peligro la “masculinidad” y la “pureza de país”, envolviéndose en banderas y símbolos patrióticos para clamar por la vuelta a ese pasado mítico (MAGA: Make America Great Again. Hacer a los Estados Unidos grande otra vez).
El actual retorno del fascismo 2.0 (Forti, 2021) no hace referencia a los movimientos fascistas clásicos ligados a personajes como Hitler, Mussolini, Pinochet, Videla, etc., responsables de genocidios y crímenes contra la humanidad. Este neofascismo no es una réplica mimética del fascismo clásico de antaño. Incluso rehúsan esta definición: sus líderes ya no hacen públicamente el saludo nazi, ni van con la cabeza rapada, ni se tatúan esvásticas en el cuerpo de forma compulsiva, pues no es un buen marketing de cara a su imagen pública.
Aunque hay autores y autoras que utilizan el término “posfascismo” para caracterizarlo (Canfora, 2024; Traverso, 2018), he elegido el término “neofascismo” para describir la cara actual de este monstruo, por dos razones: (a) el prefijo post tiende a sugerir algo que ya está superado o que se pretende superar, lo cual no es el caso; (b) el prefijo “neo” vincula el término con un elemento que caracteriza y distingue al nuevo fascismo del tradicional: la asunción del neoliberalismo en su estructura ideológica.
En su novela “La Peste”, Albert Camus (2004) dice que esa plaga “nunca muere o desaparece para siempre; puede permanecer dormida durante años, hasta que vuelva a aparecer otra vez”. El Roto (2021) lo confirma: la serpiente muda de piel, pero no de veneno. El auge actual del neofascismo es posible porque se levanta sobre un fascismo estructural que ya estaba ahí, que nunca se había ido, ese “fascismo eterno”, en palabras de Umberto Eco (2019), que solo necesita el momento propicio, la crisis, el desencanto cíclico de las siempre desencantables clases medias, reales o aspiracionales, y que suelen formar la base social de todo fascismo (Rosa, 2020).
El retorno de esa peste, como la calificaba Camus, esa enfermedad política, con su epicentro marcado por el odio, está corroyendo democracias vulnerables y frágiles en nombre de la propia democracia y desde el interior de sus propias instituciones. Como así lo hizo en tiempos anteriores. No olvidemos que Hitler fue durante mucho tiempo un político aceptado y valorado, que llegó al poder a través de un proceso democrático, aunque luego utilizó las instituciones democráticas para vaciar de contenido la propia democracia y acabar imponiendo una auténtica dictadura. Mussolini también instauró una dictadura fascista tras convertirse en presidente del Consejo de ministros de Italia sustentado por una coalición de partidos. Pinochet fue aplaudido por Estados Unidos.
De hecho, el fascismo ha sido un fenómeno muy popular, aceptado en Europa y Estados Unidos, financiado por la alta burguesía de esos países, con un discurso “antipolítica” y la complicidad y el blanqueamiento de autoridades, políticos, empresarios y prensa, que acabaría consiguiendo conformar un tablero de ‘bandos’ enfrentados mediante la crispación política y social, que es el terreno en el que mejor se mueve, el de la confrontación, la provocación y la violencia.
A comienzos de este siglo XXI se ha asistido a una nueva ola de resurgimiento del neofascismo a nivel global que ha transformado el campo político utilizando las redes sociales (X, Instagram, Youtube, TikTok, etc.) como forma de difusión y de viralización de sus mensajes de odio, autoritarios, nacionalistas y xenófobos que generan agenda mediática pues se acaban replicando en los medios de comunicación convencionales y en las respuestas políticas (Forti, 2024).
Ejemplos de ello los vemos en América, donde el ultraderechista, supremacista y misógino Javier Milei ha sido el candidato a presidente más votado en las elecciones de agosto de 2023 en Argentina (30%) y está aplicando un programa ultraneoliberal al país. O el Partido Republicano de Chile, liderado por José Antonio Kast, una formación de extrema derecha que arrasó en las elecciones al Consejo Constitucional en 2023 para una nueva propuesta de Carta Fundamental, aunque no prosperó. Igualmente, el ultraderechista Jair Bolsonaro perdió las últimas elecciones presidenciales brasileñas a las que se presentó por la mínima y eso que venía de gestionar desde el negacionismo una pandemia que mató a 700.000 de sus compatriotas. Es más, Donald Trump, un empresario declarado culpable de 34 delitos, repetía como presidente de Estados Unidos en 2025, a pesar de estar condenado y, además, imputado por tres causas en las que acumulaba 48 cargos.
A lo que podemos sumar los fenómenos de Rodrigo Duterte, expresidente de Filipinas, en el sudeste asiático, que admitió dirigir “escuadrones de la muerte” y utilizar “ejecuciones extrajudiciales” para combatir la delincuencia dejando una democracia desmantelada, una población aterrorizada y entre 12.000 y 30.000 muertos de su “guerra contra las drogas” y dirigida actualmente por el hijo del anterior dictador Ferdinand Marcos. O el presidente de El Salvador, el mandatario ultraderechista Nayib Bukele, quien, con su arrollador triunfo en las elecciones de 2024, ve respaldada su batalla contra la delincuencia con una política sistemática de violencia estatal, la militarización de la seguridad pública y las detenciones arbitrarias y el encarcelamiento masivo como únicas estrategias, aún a costa de llevarse por delante los derechos humanos.
Así como Israel, donde el jefe del partido de derecha radical Likud, Netanyahu, entrega carteras y cargos estratégicos a partidos ultraderechistas (Poder Judío, Sionismo Religioso y Noam), fundamentalistas y radicales, con líderes que se enorgullecen públicamente de ser supremacistas y homófobos y que, justo cuando es encausado en tres investigaciones por corrupción, el ataque de Hamás del 7 de octubre le da la “oportunidad” de desatar un genocidio sobre la población palestina en Gaza, poniendo en marcha su “solución final”[2] al plan colonial de saqueo, expulsión y erradicación sistemática de la población palestina de sus territorios que ha practicado el régimen israelí, gobernara quien gobernase, en los últimos 75 años.
En Europa igualmente se ha producido un progresivo crecimiento el neofascismo. Mientras que la extrema derecha representaba solo el 8,7% del parlamento europeo hace 20 años, esta cifra ha ido aumentando progresivamente en 2009 (11,8%), 2014 (15,7%) y 2019 (18%). En 2024 la extrema derecha ha crecido hasta rozar el 25% de la Eurocámara y se ha convertido en la segunda fuerza más votada de Europa, por delante de los socialdemócratas.
Además de que, a nivel de países europeos, en 18 de los 27 países de la Unión Europea, los grupos políticos de extrema derecha aumentaron los votos recibidos en las anteriores elecciones, alcanzando cuotas de poder impensables en instituciones, gobiernos y parlamentos. La ultraderecha ha conseguido ser la primera fuerza en: Italia, Francia, Hungría, Bélgica, Austria y Polonia, y segunda fuerza en Alemania y Países Bajos. La ultraderecha gobierna en Italia, Hungría, Polonia y la República Checa; ha participado en el gobierno en Austria, Países Bajos y Suiza. En Estonia, Letonia y Eslovaquia (que cuenta con presencia neonazi en su parlamento) gobiernan en coalición. En Alemania los sucesores del nazismo están en el Bundestag. En Francia, la neofascista Marine Le Pen estuvo cerca de alcanzar la presidencia y es la tercera fuerza del país con la cual se alió el presidente Macron para mantener el poder.
En España se convirtió en la tercera fuerza política. En Suecia en la segunda. En Finlandia y Eslovenia lideran la oposición. En Dinamarca y Austria son tercera fuerza del país, pero las dos primeras han mimetizado su discurso. En Croacia, Portugal y Rumanía son la alternativa a las formaciones tradicionales. En Chipre, Bulgaria y Luxemburgo han conseguido que la derecha y la socialdemocracia asumiera sus posiciones en sus programas. En Grecia, en 2023 el ultraderechista Elliniki Lysi (Solución Griega), el ultranacionalista y ultrarreligioso Niki (Victoria) y Espartanos, sucesor del partido neonazi Amanecer Dorado, prohibido en 2020, obtuvieron en conjunto casi un 13% de los votos para el Parlamento. En marzo de 2024 Chega, la formación de ultraderecha en Portugal, quedó en tercer lugar, cuadruplicando sus resultados y pasando de 12 a 50 diputados logrando una fuerte penetración en el electorado joven. En noviembre de 2024 un ultraderechista y casi desconocido Călin Georgescu vencía en Rumanía con el 22,9% de los votos, pasando de ser un oscuro candidato a derrotar al primer ministro en las elecciones[3]. Aunque el Tribunal Constitucional de Rumanía decidió anular las elecciones presidenciales y empezar de cero.
Vemos cómo, de momento, se ha ido consolidando una progresiva derechización de la Unión Europea. Como se constató en la constitución de la Comisión Europea, el órgano ejecutivo de la UE, en 2024. Su presidenta Ursula von der Leyen quebró definitivamente el “cordón sanitario” frente a la ultraderecha que se había planteado inicialmente y llegó a un acuerdo con la derecha, los liberales y los socialdemócratas para poner al ultraderechista italiano Raffaele Fitto, del partido Fratelli d’Italia, en un cargo clave de la Comisión y al húngaro Oliver Varhelyi, cercano al primer ministro ultraderechista Viktor Orbán. Los partidos tradicionales normalizaron así a la ultraderecha en el seno de la institución europea más importante y clave en la toma de decisiones de la política europea.
Enrique Javier Díez Gutiérrez