Por: Jorge Arreaza
El pasado 27 de agosto Mike Pompeo, secretario de Estado (canciller) de Estados Unidos, ofreció un discurso ante la 101 Convención Nacional de la Legión Americana. No es casual el foro escogido por Pompeo para explicar y justificar los apetitos totalitarios de dominación sobre el mundo entero, desde el fundamentalismo estadounidense. La Legión Americana (estadounidense) es la asociación de veteranos de guerra, que no solamente se preocupa por la seguridad social de los excombatientes, sino que ha tenido gran influencia en la política guerrerista de los distintos gobiernos a lo largo de más de 100 años.
El mensaje del Secretario Pompeo versó sobre el «Americanismo» en la política exterior de los EEUU. Pudiésemos entender su argumentación teórica y retórica al parafrasear el viejo trabalenguas infantil: «El mundo está desamericanizado, y lo tenemos que reamericanizar; aquel que lo reamericanice, un buen americanizador ser». Aunque parezca juego, no lo es. Se trata más bien del fundamento de la pretendida dominación de Washington sobre la humanidad.
Pompeo hizo un recorrido calculado por los principales clichés de una construcción elitista y excepcionalista de Estados Unidos, basados en factores religiosos dogmáticos, en el autoconvencimiento de ser el «pueblo elegido», en una trivial evocación a los llamados «Padres Fundadores», aprovechando también para arremeter sin piedad contra «otros americanismos» posibles. Su visión se fundamenta en el ejercicio de la violencia, en el postulado absoluto: «si no estás conmigo, entonces estás contra mí». Pero el propósito del Secretario de Estado en su alocución va mucho más allá. Parte de la necesidad de llevar e imponer el modelo filosófico, económico y político de su país al resto del mundo.
La retórica utilizada pareciera una adecuación post moderna del célebre artículo de John O’Sullivan de 1839, «La Gran Nación del Futuro», del que se desprende la doctrina del Destino Manifiesto. Aunque, según Pompeo, ya llegó ese futuro. Estos dogmas parten efectivamente del fin del tiempo, de la llegada de lo inalterable: nada hay por crear, todo está hecho y dicho, el sistema capitalista se impone en una suerte de selección natural darwinista, donde está predeterminada la condición de ricos, pobres, dominadores y dominados en las generaciones presentes y por venir.
Pompeo se pasea por el excepcionalismo de su nación. Comparte chistes con su esposa sobre el derecho al porte de armas. Se burla del centenar de víctimas que hay anualmente en su país gracias a la apología de la violencia y a la inaudita permisividad para la obtención de armas letales. Finalmente, y a partir de raíces religiosas, se detiene en una precisión esencial en su argumentación: «Quieren que evitemos esos principios fundacionales, principios que nos fueron otorgados por Dios y codificados en nuestra Constitución y enseñados adecuadamente en los cursos de educación cívica de nuestras escuelas. Quieren que rechacemos las ideas centrales para comprender el excepcionalismo de nuestra nación, y de hecho su grandeza».
El «Americanismo» de Pompeo es una reducción doctrinaria del afán expansionista de una casta blanca y protestante que pretende ignorar la síntesis de un pueblo diverso en orígenes y expresiones, que va mucho más allá de una camisa de fuerza dogmática. Se alimenta de la visión originaria de Thomas Jefferson con la mirada y ambición de extenderse hasta en el Océano Pacífico y hacia el Sur. Se alimenta también del «americanismo» de las masacres de los pueblos originarios, que llevaban en ese territorio mucho más tiempo que los «recién llegados» colonos blancos y protestantes, a lo que el sistema dominante dio por llamar «reservas indígenas». Y, por supuesto, se alimenta del despojo posterior de las tierras mexicanas. De allí la capacidad material, la fiebre del oro, hacia territorios ajenos, que les permitió expandirse, arraigados en su discurso de predeterminación religiosa. Todo lo fueron obteniendo por medio de la violencia y las armas, a través de la eliminación de cualquiera que no se pareciera a ellos y no estuviese de acuerdo con ellos. Una combinación de genocidio e intento de memoricidio.
Pompeo reduce el «americanismo» al arte de la guerra. El amor a la patria se perfuma sólo con pólvora quemada. Es ese «americanismo» que lanzó las bombas de Hiroshima y Nagasaki, que perpetró los horrores en Irak, Afganistán, Siria, Libia. De hecho, la única institución educativa que dejó el «americanismo» de Pompeo fue la «Escuela de las Américas», donde se formaron varias generaciones de especialistas en torturar, desaparecer, violar, vejar, depender y dominar.
Pero no debe pasarse por alto que el «americanismo» de la élite ha sufrido profundas derrotas en el campo de batalla: Corea, Vietnam, o Playa Girón, donde las dignas tropas lideradas por el inmortal Fidel Castro les hicieron comprender que no existe fuerza posible que pueda doblegar la voluntad de un pueblo que está resuelto a vivir en libertad, la verdadera libertad, una que Pompeo y sus correligionarios no conocen, ni logran comprender.
Durante su discurso Pompeo desnuda su temor, al aceptar abiertamente que su «americanismo» no está profundamente arraigado y es cuestionado por amplios sectores del país. Tiene razón de estar preocupado. Al abordar la diplomacia desde los dogmas expuestos, despliega su esencia militarista, asumiendo que para ellos sólo hay aliados y enemigos. Los funcionarios diplomáticos reciben órdenes como soldados y se constituyen en fuerzas especiales para la ocupación ideológica. Reduce el sistema de Naciones Unidas a «burócratas de las organizaciones internacionales». Se refiere con desprecio al ejercicio de la democracia internacional, lo subestima y prácticamente lo desecha.
El «americanismo» de Pompeo choca y se descompone contra otro «americanismo». Uno que comprende la diversidad de un pueblo inmenso, creativo y trabajador. Un «americanismo» que se reconoce en el relato inclusivo de William Faulkner, en las letras precisas de Mark Twain y Edgar Allan Poe. El de los pueblos originarios que fueron expoliados y masacrados. El de los esclavizados extraídos de África; el de los inmigrantes de todo el mundo que además le han dado la verdadera identidad y grandeza en la diversidad Estados Unidos. El «americanismo» de Martin Luther King, de Malcon X, de Albert Parson, uno de los Mártires de Chicago, que nunca estuvo en el lugar de los sucesos, pero que se negó a abandonar a sus compañeros de lucha aunque eso le condujera a una muerte injusta. El de todos aquellos que en su legítimo derecho decidieron no ir nunca a una guerra y rechazaron la vocación intervencionista de la élite que los gobierna.
Existe un «americanismo» que no cae en los chantajes de Pompeo, que el mundo reconoce y con el que se puede dialogar y cosechar para la Paz. Es precisamente a la posibilidad que se imponga ese verdadero y diverso americanismo lo que realmente temen los halcones y conservadores. Por eso recurren a la estridencia de la guerra. Por eso renuncian a la posibilidad de la política y el diálogo, fundamentos de la diplomacia, y pretenden llevar al mundo a un dualismo de extremos entre los que se subordinan a sus demandas, y aquellos que se resisten legítimamente y por ello serán víctimas de su furia salvaje.
Ante esto, desde el Gobierno Bolivariano de Venezuela nos ceñimos a los postulados de respeto al Derecho Internacional y a los principios rectores de la Carta de Naciones Unidas. El presidente Nicolás Maduro ha ratificado en cada coyuntura, nacional o internacional, una vocación ineludible y persistente de paz y diálogo: esa es nuestra premisa. Somos hijos de Bolívar, que sólo fue a la guerra para liberar pueblos, sin más recompensa que la emancipación de un continente entero. El Libertador no quiso ni supo de botines, mientras que hoy en su nueva Doctrina de Seguridad Nacional la élite de Washington retoma categorías como rivales y reivindica los botines tras sus intervenciones ilegales o guerras injustas. Por ello ante el discurso imperialista de Donald Trump en el 74 periodo de sesiones de la Asamblea General de ONU, nuestra respuesta, nuestro símbolo de lucha y resistencia, fue Bolívar, plasmado en aquella fotografía de una joven venezolana leyendo el libro del Libertador de América en el sitial de nuestra delegación, mientras el pretendido emperador se dedicaba a atacar nuestra soberanía y gentilicio.
El bloqueo y asedio contra Venezuela o contra Cuba, es parte de esas políticas que, junto a la guerra, son esencia del retorcido “americanismo” de los halcones de Washington. Es cierto, nuestra posición política, ideológica, humana, es totalmente opuesta y excluyente al «americanismo» de Mike Pompeo y del clan neoconservador estadounidense. Pero, al mismo tiempo, «Nuestro Americanismo», el de Nuestra América, el del infinito Bolívar, el que reivindicó Hugo Chávez, sí se corresponde, se complementa y se abraza con ese otro «americanismo» latente en la sociedad norteamericana: el de la tolerancia, el diálogo, la igualdad, el reconocimiento a la diversidad cultural, el de Paz y el respeto a la autodeterminación de los pueblos.
Confiamos en el tino del pueblo de los Estados Unidos para deslastrarse de la élite fundamentalista que lo esclaviza para desatar todos sus poderes creadores y libertarios, hasta lograr que se imponga ese otro y potencial «americanismo»