Por: Jorge Arreaza.
Aunque hoy somos testigos cotidianos de las prácticas de dominación unilaterales de Washington, no es algo nuevo, nace en los albores de su constitución como Estado, hacia finales del siglo XVIII.
Desde su nacimiento Venezuela ha sido un país solidario, consciente de que pertenece a un gran todo, a una inmensa nación, una potencia en potencia que, de haberse consolidado jurídica, económica y políticamente, habría modificado el “equilibrio del universo”, el balance del poder en las relaciones internacionales. La única acción bélica de Venezuela fuera de sus fronteras estuvo indefectiblemente atada a su derecho a la autodeterminación originaria como pueblo soberano. Nuestros soldados llegaron a parajes inhóspitos de Nuestra América, siempre con la intención de expandir la gesta independentista, sin afán de lucro, ni de gloria, de nada distinto a la liberación de la dominación imperial de aquellos tiempos. Nuestros líderes y ejércitos de entonces, jamás aspiraron a reservarse botines o conquistas territoriales. La única causa era, compartir la libertad, adquirir la independencia, sencillamente, ser libres.
En contraste, Estados Unidos era y es un actor que desde su origen se propuso imponer un único sistema de gobierno válido: el suyo. El sistema de sus libertades y derechos para los que acumulan recursos materiales, y la opresión y explotación de los que no disponen de fortunas o propiedades. En cada referencia política y cada acción bélica, marcadas todas por un halo de predeterminación divina, la élite dominante estadounidense siempre partió de la infalibilidad de su estilo de vida y sistema de gobierno que está predestinado a ser calcado y abrazado en el resto de mundo. Desde esa visión reducida, tiránica y excepcionalista, han desarrollado con especial saña un ejercicio continuo sobre lo que consideran su “patio trasero”: América Latina.
Aunque hoy somos testigos cotidianos de las prácticas de dominación unilaterales de Washington, no es algo nuevo, nace en los albores de su constitución como Estado, hacia finales del siglo XVIII, cuando Thomas Jefferson, uno de los padres fundadores, señalaba con profunda naturalidad la preclara y tremebunda sentencia:
“Nuestra Confederación debe ser considerada como nido desde el cual toda América, así la del norte como la del sur, habría de ser poblada; más cuidémonos de creer que interesa a este gran continente expulsar a los españoles, por el momento, aquellas colonias se encuentran en las mejores manos, y sólo temo que estas manos resulten demasiado débiles para mantenerlas sujetas hasta que nuestra población haya crecido lo suficiente para írselas arrebatando pedazo a pedazo”.
Como bien señala el profesor Vladimir Acosta [1], ese afán de dominación siempre ha estado reservado para los blancos, sajones y protestantes, que en ningún momento tendrían previsto “ensuciar” su sangre y linaje mezclándose con el resto de los pueblos de este gran continente. Doscientos años después, Donald Trump es claro exponente de esa teoría supremacista. En la América del Norte lograron efectivamente “arrebatar pedazo a pedazo” los territorios a sus pueblos originarios, a través de masacres y engaños ampliamente reseñados en la bibliografía histórica. Le compraron territorios a potencias europeas, como si la tierra fuese una mercancía más. No olvidemos que le arrebataron la mitad de su territorio a México, todo esto con el único propósito de extender sus dominios del Atlántico al Pacífico.
En 1823, el presidente estadounidense James Monroe, bajo la pluma de Jhon Quincy Adams, redacta y anuncia la famosa “Doctrina Monroe”, y su celebérrima sentencia “América para los Americanos (los Norteamericanos, claro)”. Le daban así continuidad perfecta al proyecto anexionista esbozado décadas antes por los Padres Fundadores, en su obsesiva vocación de dominación continental, con la firme intención de desplazar por completo a las potencias europeas que aún saqueaban y expoliaban nuestros territorios. Sin embargo, para aquel momento la élite de Washington aún no habían desarrollado la capacidad bélica con suficiente robustez como para hacerle frente los imperios de entonces.
Insistimos, la voluntad y ambición de la élite gobernante corporativa estadounidense para imponer “su” modelo de gobierno, organización económica y social, está descrita desde sus orígenes. En 1.839 el columnista John O’Sullivan publicaba un texto fundamental en la doctrina de dominación norteamericana: “La gran nación del futuro”. Se trata de un célebre artículo que establece lo que serían las bases de la doctrina del “Destino Manifiesto”, en la cuales, bajo una retórica excepcionalista y de profundo fervor religioso, señala de forma inequívoca que los Estados Unidos están destinados por la Providencia para gobernar todo el mundo. Veamos un par de fragmentos:
En el largo plazo, el futuro sin límites será la era de la grandeza Americana. En su magnífico dominio del tiempo y el espacio, la nación de muchas naciones tiene el destino manifiesto de la excelencia de la humanidad por principios divinos; para establecer en la tierra el templo más noble jamás dedicado a la obra del Señor – El Sacramento y la Verdad. Su suelo será el hemisferio, su techo el firmamento lleno de estrellas y su congregación una Unión de muchas Repúblicas comprendiendo cientos de millones de hombres felices, sin ser dueño de ningún hombre pero gobernados por la ley natural y moral de Dios, la ley de la confraternidad (…)
(…) Nosotros debemos seguir adelante para completar nuestra misión -para el desarrollo completo de nuestra organización- libertad de consciencia, libertad individual, libertad de búsqueda del comercio y los negocios, universalidad de libertad e igualdad. Este es nuestro destino superior, y es de naturaleza eterna, inevitable decreto de causa y efecto que se debe realizar. Todo esto será nuestra historia futura, establecer en la tierra la dignidad moral y la salvación del hombre, la inmutable verdad y beneficencia de Dios. Por esta bendita misión para las naciones del mundo, que están fuera de la luz de la verdad que da vida, América ha sido escogida; y su alto ejemplo ha de herir de muerte a la tiranía de los reyes, jerarcas y oligarcas, y llevar las buenas nuevas de paz y buena voluntad donde perdurarán las miríadas y la existencia es apenas más envidiable que la de la bestia del campo. Quién entonces podrá dudar que nuestro país está destinado a convertirse en la gran nación del futuro?”
No fue hasta el cierre del siglo XIX y los albores del siglo XX, que Estados Unidos acumula suficiente poder y tecnología de guerra para lograr expulsar a España de sus reductos de Cuba y Puerto Rico, así como de sus territorios en el Pacífico. Éste fue el comienzo de lo que se conoce como el “Corolario Roosevelt”, una modalidad de enmienda a la “Doctrina Monroe”, expuesta en el Discurso del Estado de la Unión por Theodore Roosevelt, el 6 de diciembre de 1904, como respuesta al bloqueo naval que llevaron Inglaterra, Alemania e Italia sobre las costas venezolanas durante el gobierno de Cipriano Castro. Se trata de defender sus propios intereses en la región y plantear con claridad que si un país latinoamericano y del Caribe situado bajo la influencia de los EEUU amenazaba o ponía en peligro los derechos o propiedades de ciudadanos o empresas estadounidenses, ellos tendrían el derecho extraterritorial y la obligación de intervenir en ese país “descarriado” para reordenarlo, restableciendo los derechos y el patrimonio de su ciudadanía y sus corporaciones.
Asimismo, Washington se abrogó la capacidad de determinar si un gobierno encaja, o no, en su modelo civilizatorio, y en función de eso permitir, o no, que exista o derrocarlo por la fuerza. Esta visión estadounidense en América Latina tuvo su primera manifestación en 1905 con la invasión e intervención de las aduanas de República Dominicana. Durante esos años se desplegó la llamada “Política del Garrote”. A través de la fuerza militar y económica fueron controlando los principales puntos estratégicos de América Central y el Caribe.
Otro Roosevelt, en este caso Franklin Delano, da un giro a la política dura de principios de siglo durante su participación en la VII Conferencia Panamericana de Montevideo. En ella se establecen las bases del Panamericanismo -la integración subordinada a los intereses estadounidenses- bajo el subterfugio de la “política del buen vecino”. Esto no fue sino una forma de suavizar una práctica común de violencia sobre el continente que no se ha detenido hasta el presente. Del panamericanismo derivó el interamericanismo y toda la institucionalidad al rededor de la nefasta Organización de los Estados Americanos, OEA.
La América Latina y Caribeña siempre ha estado intervenida militar, económica y políticamente por los Estados Unidos. Jhon Dower [2] hace una minuciosa recopilación de datos contenidos en informes desclasificados, así como en rigurosas investigaciones, no precisamente de intelectuales de izquierda. Durante su investigación va desvelando el papel que distintos gobiernos de EEUU cumplieron en los conflictos posteriores a la Segunda Guerra Mundial, ofreciendo datos impactantes. Dower cita un estudio de John Coastword, que concluye que entre 1948 y 1990 el gobierno estadounidense “procuró el derrocamiento de al menos veinticuatro gobiernos en Latinoamérica: cuatro empleando directamente sus fuerzas militares, tres mediante revueltas o asesinatos orquestados por la CIA, y diecisiete instigando a los ejércitos o a las fuerzas policiales locales a que interviniesen sin la participación directa de EEUU mediante golpes de Estado”. Es una acción que nunca se detuvo y que tuvo como principal fuerza operativa a la llamada Escuela de las Américas, instaurada en 1963 por John F. Kennedy como cuerpo instructor para el asesinato, la tortura y la desaparición de centenares de miles de personas en en Nuestra América. El propio Coastworth estimaba que durante la Guerra Fría América Central presenció y sufrió casi trecientos mil asesinatos en una población de treinta millones de personas.
Pero su dominio no sólo se desarrolla en América Latina. Durante la Guerra Fría los conflictos se desarrollaron en las periferias: Vietnam, Corea, Laos, Camboya, América Central. Luego de la caída del bloque soviético, en la última década del Siglo XX, Estados Unidos desarrolló una violenta campaña para terminar de hacerse con los recursos energéticos del Medio Oriente. El aparato de la guerra jamás se ha detenido. Para poder alcanzar la cantidad de dinero que EEUU pone en su aparato bélico anualmente, habría que sumar los primeros ocho países que le siguen en ese apartado.
En un mundo en el que el progresivo desmantelamiento del arsenal nuclear se ha vuelto casi un consenso -tras el horror de Hiroshima y Nagasaki, con más más de 140 mil personas fallecidas- el país de las barras y las estrellas invirtió en el ejercicio de 2017, 90 millones de dólares diarios, 4 millones de dólares cada hora, solo para el programa para la modernización nuclear. En ese mismo año el presupuesto militar de este mismo país fue de 2.740 millones de dólares diarios, 114 millones de dólares cada hora, para aceitar la maquinaria de la muerte y la intimidación contra el resto del mundo.
En una nueva etapa de agresiones al mundo, la élite estadounidense ejerce una nueva modalidad de guerra contra países que no se inclinan ante sus designios: las llamadas sanciones económicas, o medidas coercitivas unilaterales. Inspiradas en los asedios medievales, en los que las fuerzas agresoras sitiaban los castillos para privarlos de los medios de subsistencia más elementales para la vida, el gobierno estadounidense hace gala de su hegemonía sobre el sistema financiero para asfixiar a los países, reducir su capacidad para atender a su población y procurar doblegar sus voluntades. No es un dato menor, es una fórmula de guerra aplicada desde tiempos inmemoriales. Sin embargo, la llamada “comunidad internacional” hoy gira la mirada y esconde la cabeza cuando la Casa Blanca aplica la coerción política a partir de medidas arbitrarias, ajenas al derecho internacional y a toda norma de convivencia civilizada.
A partir de este acervo de creencias y esquemas supremacistas y racistas, doctrinas y prácticas inalterables de dominación, soberbia e intolerancia ideológica, los gobernantes de Estados Unidos han pretendido controlar el mundo, imponer su modelo y abortar los caminos alternativos de pueblos libres y soberanos. Hace 200 años el imperio español fue echado de estas tierras. Hoy nos corresponde emular aquellas proezas de los hombres y mujeres de Simón Bolívar, aunque contra otro imperio, incluso más grotesco y ambicioso. Levantaremos nuestra espada y nuestra voz, no sólo por nuestra propia defensa, sino por todos aquellos pueblos históricamente oprimidos y vejados por la soberbia del complejo militar, industrial, financiero y tecnológico instaurado en el corazón del poder en Washington. El Águila imperial, se estrellará contra el escudo protector de la voluntad soberana de los pueblos del Sur, cuya naturaleza libertaria, también ha sido y será, inexorablemente inalterable.
Más temprano que tarde, Nuestra América Latina y Caribeña se constituirá en una gran potencia, ocupará el rol que la historia le ha otorgado y que el imperialismo le ha negado, seremos un sólido polo de poder que frenará y neutralizará cualquier intento exógeno de dominación. Hasta que ese momento llegue, desde Cuba, Venezuela, Nicaragua y desde todos los rincones de Nuestra América, nos mantendremos firmes, en resistencia, sí, pero en ofensiva a la vez, por la dignidad humana, por el derecho a ser libres, a ser independientes, el derecho a construir, sin injerencias, el sistema que nos brinde la mayor suma de felicidad posible; el derecho a caminar con nuestros propios pies, el derecho a Vencer.