En la historia de los “adefesios” la parte “más fea” no está en la fisonomía (que tiene su historia cultural) sino en las aberraciones, o monstruosidades, que pasan por sus cabezas y expelen sus lenguas. Trump encaja en esta zona incómoda de los sentidos comunes siendo un desorganizador de gustos y disgustos, un outsider del paradigma de lo “respetable” y un amigo del ridículo que perdió (o desconoció siempre) alguna noción de vergüenza originada necesariamente por sus, no pocos, disparates. ¿Cómo llegó este pelele a las cumbres borrascosas del poder y cómo cultivó las preferencias electorales? Vale la pregunta para muchos similares y conexos.
Sea como fuere ese amasijo de aberraciones que Trump encarna, de manera obscena y macabra, pasó a ser representación de un campo semántico complejo en el que se borra toda consideración por los protocolos básicos de convivencia para desplegar sistemas de violencia a cualquier principio de coherencia y con gradaciones ofensivas muy espeluznantes donde se mezcla lo objetivo y lo subjetivo. Abrió las puertas de un museo del horror ideológico que atesora las piezas más caras de la estulticia y la degradación humana. Y eso no es por ser republicano, aunque influya mucho. La peor moraleja es que naturalizan cualquier barbarie, con toda impunidad e impudicia.
Es muy fácil caer en la tentación de inventar imprecaciones a personajes tan obvios como Trump, lo difícil es explicar la metástasis de todo eso deleznable de él que ha intoxicado a buena parte del planeta. Para desnudar al capitalismo, que muy pocos se animan a ver desnudo, sin sus disfraces verde dólar o de farándula bobalicona, porque es mucho peor que lo encarnado por sus mamarrachos.
Es un tobogán de perversiones que cuanto más expele aberraciones y tufos de clase más adoraciones despierta en los sectores que lo encumbran para que los aplaste. Buena parte de sus votantes que históricamente han sido blanco del racismo, del machismo, de la explotación, de la ignorancia, de la zoncera, del desprecio de clase cristalizan en este fantoche contradicciones aberrantes que no sólo ratifican los desprecios, sino que los diversifican y eternizan. Por más años que les dure Trump en el candelero de los candidatos o presidiendo la Casa Blanca, no verán disminuir el desprecio, el maltrato, la burla y la postergación que usa para exhibirse con absoluta grosería.
Un esperpento así debe estudiarse con un equipo de investigación semiótica forense, preparado con equipos especiales y blindajes estratégicos. Una parte suya exige autopsias especiales rigurosas sobre los restos ideológicos adheridos a su axiología supremacista. Son conceptos cadáver momificados en un cerebro que los hace “vivir” como espantajo procaz pertinente al portador. Los segmentos más tóxicos de ese supremacismo, destilan gases infecciosos que no sólo aniquilan la dignidad de las personas, sino que garantizan el distanciamiento desgarrador del pueblo respecto a los representantes que deberían ser lo más cercano que tuviera su vocación democrática y participativa.
Así, la historia que se presenta una vez como tragedia y otra como comedia, ahora se vuelve otro hazmerreir en el teatro del absurdo electoral yanqui. Será nulo o imperceptible, el efecto de los juicios o las fotografías del esperpento ante las cortes judiciales que le escarban el prontuario de crímenes que hilvana el magnate líder de una buena porción de la decadencia del sistema político-empresarial norteamericano. Poco o nada pesará en la farándula electorera imperial, el arsenal de “primeras planas” que exhiben la delincuencia jet set del inexplicable peinado rubio y corbata larga. Sus seguidores aprendieron a adorar la irracionalidad y son inmunes a toda crítica o autocrítica. Y eso para nosotros es realmente costoso porque es un gran retroceso civilizatorio. Lo veamos por el canal por el que lo veamos.
Es materia de mucho análisis inter, multi y trans-disciplinario. Es una materia política ineludible por repulsiva que sea. Hemos de aprender necesariamente mucho de ese capítulo que, en nuestras vidas, representa fracturas y penurias de todo género. Es un ejemplo pésimo para nuestra prole y para las que vienen. Es un pozo de insensatez histórica que ha perpetrado daños incalculables en la cultura, en la historia y en la moral social. Y lo peor de todo es que no se trata de un caso aislado. Que se trata de una modelo, una tendencia, un “Caballo de Troya” del que desembarcan clones a granel más o menos famosos y más o menos eficaces al proyecto imperial de la desmoralización inducida, de la impotencia funcional y de la derrota social por desesperación rentable.
Y es, también una responsabilidad política generacional la gestación de un repudio global fundamentado. Ningún líder genuino, nacido dialécticamente de las luchas sociales emancipadoras, ha de hacerse omiso a una crítica de fondo contra este esperpento y contra todos sus símiles. Es cometido inexcusable para las bases que se forman y conforman con un espíritu humanista que recorre el mundo para restituirnos las fuerzas científicas que nos darán organización superadora, dignidad como especie y respeto por la vida en todas sus expresiones. No valen estridencias ni exageraciones discursivas de adorno, no vale el olvido ni los pretextos por distancia o ignorancia. Hay que entrarle al fondo a una semiótica para el combate de estas fechorías ideológicas y simbólicas si no queremos que el modelo de desfachatez y mamarracho encarnado por Trump termine siendo costumbre y herencia de generaciones. Parte del paisaje.
FERNANDO BUEN ABAD
Donald Trump y la estética de los adefesios