El planeta está en peligro y, por tanto, todos los seres vivos (animales y vegetales) que allí vivimos. Desde el inicio de la revolución industrial hace dos siglos, hoy ya extendida por todo el mundo, el capitalismo ha cambiado la vida. Globalizado como está, su modelo de producción y consumo trajo grandes beneficios. Pero también, dada su insaciable voracidad de lucro, produjo problemas monumentales que hoy empiezan a verse como sumamente peligrosos.
No hay ninguna duda que lo que trajo el sistema capitalista, de la mano de la ciencia moderna surgida en Europa luego del Renacimiento, modificó de modo sustancial la civilización humana. De una vida centrada en el contacto directo con la naturaleza y una producción básicamente agraria desde hace 10,000 años en las diversas civilizaciones que poblaron el planeta, se pasó a un nuevo modo de producción y consumo enfocado en la industria, en las nuevas tecnologías que permitieron inventar, sin detenerse, nuevos y cada vez más sofisticados productos. El contacto con lo natural fue reemplazándose por el producto artificial; de allí a la entronización de la industria y el confort que la misma fue permitiendo, un paso. El socialismo científico, surgido en el siglo XIX y puesto en marcha por vez primera en el transcurso del XX (Rusia, China), heredó esa idolatría por la producción industrial. “Socialismo es poder soviético más electrificación”, pudo decir Lenin.
Ese modo de producción y consumo instaurado por la industria moderna, basado en un conocimiento científico crecientemente matemático-racional, trajo sustanciales mejoras en la vida cotidiana. Todos los campos del quehacer humano mejoraron en forma exponencial, transformando la existencia humana en algo crecientemente sustraído al temor ante lo natural, cada vez menos expuesta a la escasez, a las tragedias, al desconocimiento. El problema está en que lo que instauró el capitalismo no tuvo freno. La sed de ganancia del capital no paró de inventar nuevas y superfluas necesidades, y la fabricación de cosas se hizo interminable. Se llegó así, por ejemplo, a esa monstruosidad que es la obsolescencia programada; es decir: fabricar cosas para que se rompan rápido y haya que comprar rápidamente otra nueva. De esa manera, el circuito se reproduce eternamente: fabricar-vender-comprar-usar-botar-volver a comprar-volver a fabricar…. etc.) La máquina no se detiene nunca (pero para ello hay que buscar eternamente materias primas y energía. ¡Ahí está el problema!)
Así, ya entrado el siglo XX y con el modo de producción capitalista expandido globalmente, se fue instaurando una cultura consumista interminable. Todo pasó a ser mercancía destinada al mercado. La producción y consumo de cosas banales, innecesarias (a veces dañinas) no se detuvo. Si algo da ganancia, aunque sea superfluo o pernicioso, se produce y se vende. La cuestión es mantener la tasa de ganancia del capital. China, con su actual modelo de “socialismo de mercado”, pasando a ser la “fábrica del mundo”, contribuyó exponencialmente a ese modelo.
La mega producción de mercancías y el mega consumo de las mismas implica crecientes y crecientes necesidades de energía. Así, ya desde mediados del siglo XX, y en forma dramática en el XXI, ese esquema produjo catástrofes en el medio ambiente. La hiper producción trajo como consecuencia una interminable generación de agentes que contribuyeron al calentamiento global, como consecuencia de una monumental emisión de gases de efecto invernadero negativo. Entre ellos, el óxido nitroso (N2O), el metano (CH4), el ozono (O3), pero fundamentalmente, el dióxido de carbono (CO2).
La imparable quema de combustibles fósiles no renovables (carbón y petróleo), la deforestación sin límites, el uso mega excesivo de fertilizantes, la altísima producción de residuos (como efecto de los procesos productivos y de su posterior consumo hogareño), terminaron siendo un elemento dañino para el medio ambiente. La idea de un progreso infinito chocó contra sus límites. Producir para un mercado que se vuelve ostentosamente voraz es un círculo vicioso: no son necesarios cada vez más nuevos y sofisticados bienes y servicios, pero la maquinaria industrial no puede detenerse. Por tanto, se sigue y se sigue. Las emisiones de gases de efecto invernadero, entonces, terminan matándonos. Fueron las potencias industriales europeas, luego norteamericanas, las que siguieron adelante con ese ecocidio. Hoy día incluso la República Popular China, con un modelo socialista muy sui generis, produciendo para ese voraz mercado ávido de novedades, contribuyen a la catástrofe medioambiental.
En estos momentos es China el mayor emisor de estos agentes contaminantes, con 30.3% de contribución a la catástrofe. Le sigue Estados Unidos, con un 13.4% de producción de estos gases. Luego la Unión Europea y el Reino Unido de Gran Bretaña con 8.7%. Continúan India, que aporta su 6.8% a la tragedia ecológica, Rusia, con un 4.7%, Japón con un 3.0%. Todo esto produce tremendas alteraciones en el clima: sequías, desertificación, inundaciones, aumento de las aguas oceánicas, contaminación de las aguas dulces consumibles, de los mantos freáticos, polución de los suelos fértiles, del aire, derretimiento del permagel, extinción de especies animales y vegetales. En otros términos: la posibilidad de la vida en el planeta comienza a ponerse en entredicho.
De todo lo anterior se desprende un proceso altamente peligroso: el modelo económico vigente no es viable, porque hipoteca el futuro. El ser humano, con este modo de producción, está destruyendo su propia casa, el planeta Tierra. Las alarmas se prendieron, y hay reacciones. Pero las mismas no están realmente a la altura de los acontecimientos: respuestas tibias ante una situación candente, en llamas.
En este momento está realizándose en Glasgow, Escocia, co-organizada por el Reino Unido de Gran Bretaña e Italia, una nueva Cumbre sobre el tema: la COP 26, Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de 2021, con la participación de autoridades de gobierno y organizaciones civiles (desde empresarios a ambientalistas, representantes de pueblos originarios y activistas de derechos humanos) de 196 países, o sea, aquellos que firmaron la Convención Marco de las Naciones Unidas para el Cambio Climático (CMNUCC, por sus siglas en inglés), redactada en 1992, hoy día con varias modificaciones. Durante dos semanas 20,000 personas están tratando estos acuciantes temas. Es la vigésima sexta vez que se realiza una cumbre de este tenor, pero la situación real del medio ambiente no cambia. O cambia muy lentamente, beneficiando siempre a los megacapitales y, por tanto, a los países considerados centrales, en detrimento de la llamada periferia (el Sur global: Latinoamérica, África, gran parte de Asia).
En algunos documentos utilizados por la comunidad científica y que sirven como insumos para la reunión, se subraya que “el cambio climático está causado por el desarrollo industrial, y más concretamente, por el carácter del desarrollo social y económico producido por la naturaleza de la sociedad capitalista, que, por tanto, es insostenible”. Es decir: el “malo de la película” no es la industria moderna sino el modelo económico-social en que la misma se despliega. Si la tecnología está al servicio del ser humano: bienvenida. Pero cuando lo que mueve el desarrollo no es la satisfacción de necesidades sino la obtención de lucro personal/empresarial, el modelo muestra sus límites. De esa cuenta, la naturaleza es considerada un bien a explotar, y se la destruye en forma inmisericorde. Eso es lo que ha estado sucediendo estos últimos dos siglos. Las consecuencias están a la vista: no hay “cambio climático” por causas naturales: es el paradigma basado en la tasa de ganancia económica lo que ocasiona el desastre ecológico.
Si todo esto se sabe en términos científicos, si hay clara evidencia que el calentamiento global nos está matando, ¿por qué no hay cambios sustantivos y el ecocidio continúa, poniendo seriamente en riesgo la supervivencia? Porque los intereses creados por los grandes capitales que manejan el mundo son irreductibles. ¿Qué esperar de la COP 26 entonces? No mucho.
Es probable que vayamos hacia un capitalismo verde, más ecológico, pero nunca pensado en favor de las grandes mayorías planetarias sino en función de la ganancia capitalista. Quizá prontamente se abandone el petróleo (“Eso ya no es redituable” expresó recientemente un miembro de la familia Rockefeller, históricos magnates del negocio del oro negro), pero vendrán nuevas guerras por los nuevos recursos estratégicos, como el litio, el agua dulce, el coltán, las tierras raras. Las cumbres pomposas no pasan de la pompa. De hecho, el anterior presidente de la principal potencia capitalista, Donald Trump, fue un negacionista total del cambio climático. Y el actual, Joe Biden, se quedó dormido en medio de una reunión de la COP 26. ¿Esto lo dice todo? Juan Bordera y Ferran Puig Vilar recuerdan que “En este panorama ya de por sí dantesco, nos acabamos de enterar, gracias a la investigación del periodista Nafeez Ahmed, de que el designado como presidente de la Cumbre del Clima, el conservador Alok Sharma, recibió dos donaciones por valor de 10.000 libras del presidente del Foresight Group International, un conglomerado empresarial con intereses en el mundo del gas y el petróleo. También recibió otras donaciones de lobbies similares en el pasado. Además, Sharma, es conocido por haber votado generalmente contra las medidas necesarias para prevenir el cambio climático”.
Las conclusiones que salen de estos encuentros, más allá de buenas recomendaciones, como viene sucediendo ya desde hace largos años, no tienen grandes efectos. Los megacapitales no desean perder un centavo, y la voracidad capitalista sigue produciendo afiebradamente, obligando a consumir, sin detener su marcha. Ahora se habla de un capitalismo verde y responsable, dejando atrás la producción de energía a través de la quema de combustibles fósiles no renovables. Vamos hacia la era de las energías renovables, limpias, no contaminantes. Dicho así, pareciera una magnífica solución; la verdad es muy otra: las inequidades del sistema persisten, y la necesidad de producir siempre más (y consumir siempre más) se mantiene. Como siempre, las soluciones son para los poderosos, mientras que la gran mayoría empobrecida paga las consecuencias.
¿Servirá para cambiar este curso suicida la COP 26? Seguramente no. Más allá de buenas intenciones y de aparatosas declaraciones, la esencia misma del sistema no permite beneficiar a todo el mundo. Ese es el límite infranqueable del capitalismo: se inventan espectaculares robots que simplifican el trabajo, pero el capital, en vez de beneficiar a quienes trabajan reduciéndoles la jornada laboral, los lleva a la desocupación. Se producen biocombustibles amigables con el ambiente a base de caña de azúcar, maíz o palma aceitera, pero para obtener esos cultivos se priva a enormes masas de población del Sur de sus tierras fértiles con las que producir alimentos básicos. Como vemos, la traba no está en la tecnología, en la producción propiamente dicha, sino en el proyecto político-social y ético que la sostiene.
Se ha dicho, con la mejor buena intención, que hay que promover el “decrecimiento” económico, fomentando la sobriedad frente al consumismo, redistribuyendo la riqueza en forma equitativa entre Norte y Sur. Suena bien, pero eso no pasa de ser quimérico. Ya en los albores de la industria dieciochesca y decimonónica surgieron voces que llamaban a una más justa repartición de la renta; he ahí lo que se llamó socialismo utópico: Fourier, Owen, Saint-Simon, Flora Tristan. Pero eso no puede pasar de buena intención, incluso ingenua. ¿Cómo fomentar la sobriedad si el sistema capitalista se basa en el consumo desaforado? (“Lo que hace grande a este país [Estados Unidos] es la creación de necesidades y deseos, la creación de la insatisfacción por lo viejo y fuera de moda”, Agencia publicitaria BBDO). ¿Cómo redistribuir la riqueza, si cada vez que se habla de comunismo caen encima la artillería pesada, la tortura, la persecución y muerte, la desaprobación y el rechazo más visceral?
Por tanto, la solución a la catástrofe medioambiental que vivimos no está en superficiales medidas paliativas, “políticamente correctas”, pero que no tocan lo medular: energías renovables, llamado al consumo responsable, reciclado. La solución está en abandonar este sistema, buscando algo que no esté centrado en el lucro sino en la auténtica solidaridad humana.
MARCELO COLUSSI
Escritor y politólogo
Fuente: rebelion.org