No conviene examinar cuestiones relevantes desde la perspectiva de la ignorancia. Sobre el cambio climático circulan falsedades que aspiran a la condición de dogmas; al respecto es imprescindible considerar informaciones ciertas usualmente ignoradas, omitidas u ocultadas.
El clima depende de pluralidad de factores, tales como variaciones en la órbita terrestre y en la radiación solar, la inclinación del eje de la tierra, el polvo debido a colisiones de meteoritos o erupciones volcánicas, las corrientes marinas y los vientos.
Debido a este cúmulo de variables la temperatura del planeta ha sufrido infinidad de “calentamientos” en todas las épocas geológicas, los cuales pusieron fin a largas épocas glaciales con intervalos de 15.000 a 25.000 años, y no fueron “antropogénicos”, pues se produjeron antes de que las actividades del hombre y el hombre mismo existieran.
El satanizado CO₂ o anhídrido carbónico, cuyas emisiones se planea reducir a cero, es en realidad el gas que expiran los pulmones de los animales, y que respiran las plantas para devolverlo convertido en oxígeno y alimentos, por lo que un mundo con “cero emisiones de CO₂” sería un mundo con cero animales y cero vegetales.
No parece que el CO₂ retenga el calor produciendo un “efecto invernadero”. La atmósfera de Marte presenta un 95% de CO₂, y, sin embargo, su temperatura promedio es de menos 65 grados centígrados, con menos 225 grados en los polos.
El CO₂ es 1,5 más pesado que el aire, por lo que permanece a ras de tierra y no puede elevarse para formar supuestos escudos estratosféricos que retendrían el calor terrestre.
Numerosos grupos de científicos y expertos en climatología disienten de la tesis de que exista un calentamiento global, y otros difieren de la hipótesis de que se deba a actividades humanas.
En resumen, el del clima es un tema en debate entre los científicos, sobre el cual no caben dogmas teológicos ni verdades reveladas. Dejemos debatir sobre estos hechos a climatólogos y ecologistas. Examinemos su derivación social y política.
La causa ambientalista ha tenido notables pioneros como Rachel Carson, autora de Silent Spring, pero la campaña sobre el calentamiento global y su empleo como instrumento de poder político y económico tiene su origen en el discurso de Lady Margaret Tatcher ante la Asamblea General de las Naciones unidas el 8 de noviembre de 1989.
Allí reconoce Lady Tatcher que “Desde luego, cambios mayores en el clima de la tierra y en el medio ambiente ocurrieron en siglos pasados cuando la población del mundo era una fracción de la presente”. También admite que “Sus causas están en la misma naturaleza –cambios en la órbita terrestre en la radiación generada por el sol: los consiguientes efectos en el plancton de los océanos, y los procesos volcánicos”.
Sin embargo, basándose sólo en la opinión de un solo explorador –cuyo nombre y argumentos por cierto no cita- concluye la Dama de Hierro que existe un calentamiento global causado por el hombre, y señala a quién hay que echarle la culpa: “Para ponerlo en su forma más cruda: la principal amenaza a nuestro medio es que hay cada vez más gentes, y sus actividades: la tierra que cultivan cada vez más intensamente; los bosques que talan y queman; las faldas montañosas que arrasan, los combustibles fósiles que queman; los ríos que contaminan”.
Los culpables del calentamiento denunciado por el Explorador Desconocido no serían el capitalismo ni los gobiernos que lo protegen ni la producción armamentista: somos la gente, es decir, usted y yo.
No sorprende así a quienes se hayan dedicado a estudiar el tema encontrar posando como “ecologistas” a personajes tan recomendables como Richard Nixon, Henry Kissinger, Bill Clinton, Ronald Reagan, Al Gore, Ángela Merkel, Barack Obama, Joe Biden, Emmanuel Macron, Elon Musk, Billy Gates, Klaus Schwab, todo el Club de Bildelger, todo el World Economic Forum.
Ello explica cómo la alegada protección de la naturaleza ha devenido baratillo donde se subastan licencias para contaminar. Como denuncia Pedro Stedile, líder del Movimiento de los Sin Tierra, en el podcast Três por Quatro sobre el oxígeno que producen los bosques: “transforman ese oxígeno, lo miden en volumen métrico, le asignan un valor, lo transforman en un título como si fuera propiedad privada, lo registran ante notario y salen al mercado mundial a vender estos títulos a empresas contaminantes”. De este modo, según él, “la contaminación continúa, la gente gana dinero con los bosques y nada cambia”.
El ecologismo ha pasado así, de causa esgrimida por los rebeldes contraculturales, a proyecto asumido por los grandes poderes económicos y políticos del capitalismo a través de sus gobiernos e infinidad de institutos, medios y Organizaciones no Gubernamentales subsidiadas por ellos.
La causa climática deviene la disidencia perfecta, a la vez fashionable y politically correct. Los gobiernos se adhieren a ella aunque sea formalmente, las policías no la reprimen, los parlamentos acogen diputados verdes, los medios la adoran y elevan a ídolos a algunas de sus aparentes dirigencias.
En nombre del “control de las emisiones” se fijan cuotas de consumo y producción energéticas, se sanciona a quienes las sobrepasan, se pretende decidir en forma supranacional sobre el uso y destino de los recursos naturales.
Una muestra apenas de tales políticas es el intento por parte de Estados Unidos y la Unión Europea de imponer a América Latina y el Caribe el denominado “Acuerdo de Escazú”, analizado por Juan Martorano en su penetrante columna 151 de 4-3-2024.
Denuncia Martorano que “Este Acuerdo pretende ser un tratado de Derechos Humanos de gestión del territorio y del medio ambiente, de carácter vinculante, en el que países firmantes ´voluntariamente´ someten sus decisiones soberanas sobre la administración, manejo y usufructo de sus recursos naturales, al dictamen final de instancias y hasta de tribunales internacionales. Lo que el Presidente Nicolás Maduro ha denunciado como ´colonialismo jurídico”. Se combinan así dos instrumentos favoritos del Imperio: la ecología alienada y los derechos humanos.
Pues el mencionado Acuerdo establece “el derecho de acceso del público a la información ambiental, el derecho a la participación pública en la toma de decisiones ambientales y el derecho de acceso del público a la justicia en asuntos ambientales, en cualquier asunto, actividad o desarrollo que afecte el medio ambiente”.
Tras el lenguaje florido, lo que se dispone en realidad es que cualquier persona u ONG, natural o jurídica, nacional o extranjera, tiene derecho de acceder a toda la información sobre materias ambientales locales, participar en la decisión sobre ellas y cuestionar judicialmente tales decisiones.
No menos inquietante es el mecanismo final para decidirlas: agotada la jurisdicción local, la sentencia definitiva corresponderá a la Corte Interamericana de los Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos.
Una vez más, señalo que someter cuestiones de interés público nacional a juntas, árbitros o tribunales extranjeros es flagrante abdicación de la soberanía. Quizá mis argumentos pesaron algo en la soberana decisión de la República Bolivariana de Venezuela de retirarse de dos organismos que pretendían ser instancias de apelación supranacionales contra nuestras sentencias relativas al orden público interno: la Corte Interamericana de los Derechos Humanos de la OEA, y el Centro Internacional de Arreglo de las Diferencias sobre Inversiones (CIADI).
Lo que está detrás de todas las complejas organizaciones, medidas y campañas políticas destinadas al control de las “emisiones de invernadero” es un plan para determinar a quién corresponderá el control de los recursos naturales y sobre todo de la energía fósil en el futuro previsible de cuatro o cinco décadas señalado para el agotamiento de ésta.
Como dijo Chávez: “Cambiar el sistema, no el clima”.
LUIS BRITTO GARCÍA