Joe Biden prometía ser la calma después de la tormenta. Su llegada a la Casa Blanca levantó expectativas –exageradas pero comprensibles– después de cuatro años de navegar en el caos y la incertidumbre que significó la presidencia de Donald Trump.
Durante la campaña electoral no ofreció demasiado. De hecho en aquel momento el único candidato con un programa claro y propuestas de políticas específicas era Bernie Sanders. Biden apenas se limitó a presentarse como el “anti-Trump”, el único capaz de derrotarlo, el conciliador que regresaría al país a la ruta de la “normalidad”. Como si el Trumpismo fuera un accidente o un paréntesis que se pudiera borrar con facilidad.
Biden también fue presentado como el portador del cambio, que debería reconstruir a Estados Unidos. Algunos incluso lo compararon con Franklin Delano Roosevelt, quien no solo es el presidente que más tiempo ha ocupado el cargo –12 años y 4 elecciones– sino quien, con su New Deal, condujo al país a salir de la Gran Depresión de los años 30 y hacia la etapa de mayor prosperidad en su historia –la posguerra– mediante una reforma radical con la regulación y la gestión estatal de la economía como piedra angular. La derecha extrema llegó a calificar a Biden como socialista, una idea absurda que solo se explica por la polarización y la sobresimplificación del debate político, unido al profundo desconocimiento de millones de personas.
Contó con una base electoral emanada de la oposición a Trump y una especie de “unión por la negación”. Para mantener su apoyo debía actuar de tal forma que satisficiera un vasto sistema de demandas, orientadas a cambiar el rumbo del país –lejos de la administración anterior– y gestionar de manera efectiva la profunda crisis que atraviesan.
En sus nueve meses de gobierno el índice de popularidad de Biden ha caído del 53 al 44%, de acuerdo con el promedio de encuestas ofrecido por el proyecto FiveThirtyEight. La crisis sanitaria no resuelta, la turbulenta retirada de Afganistán, la crisis migratoria en la frontera con México, las luchas internas en el Congreso y la imposibilidad de aprobar los principales proyectos de su agenda, han contribuido a esa pérdida de confianza en su gestión.
El número de casos y fallecidos por COVID-19 sigue siendo alto, en un escenario donde la vacunación está estancada por la resistencia de los distintos movimientos anti-vacunas, y esa defensa de la “libertad individual” a toda costa que incluye la libertad para no usar mascarillas aunque pongan en riesgo su vida y la de los demás. Ha habido incluso protestas de madres y padres que se niegan a que sus hijos usen mascarillas en las escuelas.
Por otra parte, a Biden le tocó pagar los platos rotos de Afganistán, aunque la retirada estaba planificada desde el gobierno anterior. Eso podría tener consecuencias geopolíticas con implicaciones para la proyección exterior hacia América Latina y por supuesto hacia Cuba, aunque ese es un tema que merece un análisis aparte.
La crisis económica también es una realidad, con una caída del PIB de 3,5% el año pasado –la mayor desde 1946– de la que aún no se han recuperado. Según la Encuesta Económica de CNBC All-America, también hay un declive en las opiniones sobre su manejo de la economía, con solo un 40% de aprobación y un 54% de desaprobación, un aumento de 7 puntos desde julio. Una escasa mayoría de los estadounidenses todavía respalda su manejo de la pandemia pero el margen se ha reducido. El 45% desaprueba esa gestión, en comparación con el 38% en julio. La inflación fue, junto con el coronavirus, la mayor preocupación para los estadounidenses encuestados.
En lo que va de año ha habido 255 huelgas de trabajadores, 43 de las cuales ocurrieron en octubre, según un rastreador de la Universidad de Cornell. Los expertos culpan a una confluencia de condiciones del mercado laboral: niveles récord de personas que renuncian a sus trabajos y una escasez de trabajadores que aceptan empleos de bajos salarios. También hay que incluir en el análisis la caída sostenida de la calidad del empleo, la tendencia al estancamiento de los salarios y el aumento de la desigualdad.
Las últimas semanas han sido especialmente difíciles para la administración Biden, por la parálisis en el Congreso de su proyecto de infraestructura. El Caucus Progresista prometió votar en contra si se consideraba en la Cámara sin una votación simultánea sobre un proyecto de ley de reconciliación mucho más abarcador, que incluiría inversión en programas sociales y medidas para enfrentar el cambio climático. Esa opción ha sido bloqueada por quienes los progresistas llaman “demócratas corporativos”, más interesados en complacer a sus donantes de campañas que a sus bases electorales.
Ese fenómeno no es nuevo en Estados Unidos. Un estudio publicado en 2014 por Martin Gilens y Benjamin I. Page confirmó que las élites económicas tienen un impacto mayor en la conformación de políticas públicas que los intereses de los ciudadanos comunes. Es el resultado de su sistema electoral y de tener empresarios tomando decisiones legislativas. Por eso temas como el aumento de los impuestos para los más ricos son tan difíciles de aprobar en el Congreso.
Además, hay que considerar los efectos de la polarización partidista en el estancamiento legislativo, que se debe entender como parte de un fenómeno más amplio de polarización en la sociedad. Cualquier observador sobre la realidad de Estados Unidos puede notar que el conflicto partidista se ha vuelto más agudo en los últimos años. Temas como los impuestos, el control de armas, la inmigración, la reforma sanitaria, se discuten intensa y sostenidamente en el Congreso sin que eso se refleje en la producción de legislación al respecto.
Ese estancamiento en el Congreso podría afectar los comicios de medio término de noviembre de 2022, cuando irán a elecciones la totalidad de la Cámara de Representantes y un tercio del Senado. Los demócratas podrían perder su ya menguada mayoría, lo cual hará todavía más difícil que pueda avanzar cualquier propuesta de Biden. Eso, a su vez, impactará en las presidenciales de 2024.
Al mismo tiempo, hay una pérdida de confianza en el sistema electoral, que ha estado creciendo sostenidamente desde 2016 y fue alimentada por Trump y sus acusaciones de fraude en 2020. Esa se ha vuelto práctica común, como vimos en el referéndum reciente en California cuando Larry Elder afirmó que las elecciones estuvieron amañadas.
De acuerdo con el Washington Post, los republicanos han propuesto o aprobado medidas en al menos 16 estados que trasladarían ciertas autoridades electorales del ámbito del gobernador, secretario de estado u otros funcionarios del poder ejecutivo a la legislatura. Un proyecto de ley en Arizona establece que la legislatura puede “revocar la emisión o certificación del secretario de estado de un certificado de elección” por mayoría simple de votos. Es como si se estuviera preparando la escenografía para un posible caos.
Estados Unidos vive una crisis política profunda. Las señales de alarma pueden quedar en un segundo plano ante urgencias como la crisis sanitaria o ciertos escándalos mediáticos, pero están ahí: el asalto al Capitolio el 6 de enero sigue siendo un tema no resuelto; el aumento del extremismo ideológico y de los grupos de odio; la violencia política; la crisis migratoria; el crecimiento sostenido de la desigualdad.
La de Biden es todavía una presidencia joven; aún no cumple un año en el cargo. Es importante entender que él es también parte de esos “demócratas corporativos”, un conservador acostumbrado a negociar con el Congreso y defender los intereses de las élites. El problema es que si la crisis en curso no da señales de solución, es posible –y hasta probable– el regreso del Trumpismo a la Casa Blanca en 2024.
DALIA GONZÁLEZ DELGADO
Profesora del Centro de Estudios Hemisféricos y sorbe Estados Unidos (CEHSEU) de la Universidad de La Habana
Fuente: cubadebate.cu