Por Dr. Elías González Mendoza
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@eagonzalezmendoza
¿Y si la revolución comenzara con un beso? No uno de esos de película romántica con música cursi de fondo, sino uno de verdad: húmedo, incómodo, inesperado, con algo de baba y mucha historia. Un beso como acto político, como gesto radical. Un beso que, en lugar de cerrar puertas, las abra. Que desarme muros y diagnósticos. Que incomode al poder y a las buenas costumbres psiquiátricas. ¿Utopía? Quizás. Pero a estas alturas del colapso global, la ternura no sólo es deseable: es urgente.
Besar: ese escándalo evolutivo
Pongámonos serios un momento. El beso, ese acto tan sobrevalorado en la cultura pop y tan subvalorado en la historia clínica, es una de las prácticas más antiguas de nuestra especie. Hay quien dice que empezamos a besar antes incluso de aprender a hablar. Y no lo hacíamos por romanticismo, sino por supervivencia: nuestras antecesoras masticaban el alimento y lo pasaban boca a boca a sus crías. Así de poético y escatológico a la vez. El beso, entonces, no nace en el deseo sexual sino en el cuidado, en el vínculo, en la urgencia de nutrir y ser nutrido.
¿Y qué tiene que ver todo esto con la salud mental? Todo. Porque, aunque la psiquiatría clásica aún se masturbe con manuales diagnósticos y escalas de evaluación, la salud mental sigue siendo un asunto profundamente afectivo. Y como el beso, tiene más que ver con el calor humano que con los protocolos.
Desmanicomializar: esa palabra que no entra en la boca (pero sí en la historia)
Ahora, respiremos hondo y digámoslo sin miedo: des-ma-ni-co-mia-li-zar. Cuesta, ¿no? Tiene algo de trabalenguas marxista y de insulto académico. Pero no es un capricho de intelectuales con exceso de café: es una necesidad urgente, un reclamo ético, una acción política.
La desmanicomialización, para quien no esté familiarizado con el término (y con justa razón, porque no aparece en los titulares de la prensa amarilla), es el proceso de desmontar los manicomios, esas instituciones que durante siglos se especializaron en esconder todo lo que la sociedad no quería ver: locura, diferencia, rebeldía, pobreza, deseo, dolor. Pero también (y esto es lo más incómodo) implica desmontar la cultura manicomizante. Esa lógica que transforma cualquier gesto fuera de norma en un diagnóstico, cualquier malestar en un trastorno, cualquier diferencia en una patología.
No se trata sólo de cerrar hospitales psiquiátricos y aplaudirnos por ello en conferencias internacionales. Se trata de cambiar el chip. De dejar de tratar a las personas como enfermedades ambulantes. De dejar de medicar lo que en realidad es tristeza por vivir en un mundo tan absurdo.
Basaglia: el loco más cuerdo del sistema
Para hablar en serio de desmanicomialización hay que invocar al gran hereje: Franco Basaglia, psiquiatra italiano que, en plena década del setenta, tuvo la brillante (y peligrosamente humana) idea de cerrar el manicomio de Trieste. Para muchos, fue un loco. Para otros, un santo. Lo cierto es que, gracias a él, miles de personas encerradas por “ser diferentes” pudieron volver a pisar la calle, a vivir fuera de los muros. Y, de paso, dejó a la psiquiatría con la bragueta abierta: expuesta en su brutalidad y obsolescencia.
Basaglia no solo cerró edificios: abrió preguntas. ¿Qué es la locura? ¿Por qué encerramos a quien sufre? ¿Qué nos dice eso de nosotros, los “cuerdos”? Su legado fue tan potente que cruzó el océano y echó raíces en América Latina, donde la desmanicomialización encontró su propio lenguaje, más encarnado, más rebelde, más afectivo.
La versión tropical: atrabesar
Y aquí entra la palabra que da título a este delirio lúcido: atrabesar. Un neologismo caribeño, una poesía en forma de verbo, una fusión entre atravesar y besar que nació en un encuentro con el psiquiatra paraguayo Agustín Barua (que, por cierto, no tiene nada de institucional). Atrabesar significa, literalmente, pasar por el dolor del otro con ternura. Es cruzar sin herir. Es besar con compromiso político.
Porque, a diferencia de la neutralidad técnica que tanto ama la medicina moderna, atrabesar implica involucrarse. Mojarse. Acompañar desde el afecto, no desde el diagnóstico. No es fácil. Exige escuchar sin prisas, caminar al ritmo del otro, reconocer el valor de lo diferente, soportar el silencio sin querer llenarlo de fármacos.
¿Qué significa despatologizar?
Despatologizar no es negar el sufrimiento. Es, más bien, dejar de convertirlo en mercancía clínica. Es negarse a reducir a las personas a etiquetas como “bipolar”, “esquizofrénico” o “trastorno límite de la personalidad”. Es recuperar la complejidad de lo humano, en toda su rareza, su contradicción y su belleza. Es entender que muchas veces el problema no es el sujeto, sino el sistema.
Durante siglos, la medicina psi ha sido cómplice de la normalización forzada. Mujeres incómodas, cuerpos disidentes, personas racializadas, migrantes, pobres, todas han sido diagnosticadas con algo. Porque cuando el mundo no sabe qué hacer con alguien, lo nombra como “enfermo” y lo esconde. La desmanicomialización es, en este sentido, un acto de justicia histórica. Y también una venganza amorosa.
¿Y los profesionales? Menos bata blanca, más calle
Sí, hay que decirlo: quienes trabajamos en salud mental también estamos atravesados (o atrabesados, mejor dicho). Porque nadie sale ileso de este sistema. Nos han formado para diagnosticar rápido, para derivar, para medicar. Nos han enseñado que la distancia profesional es sinónimo de eficacia. Pero quizá haya que desobedecer un poco.
Quizá acompañar implique escuchar de verdad, sin reloj. Caminar con alguien, no delante ni detrás. Crear espacios de encuentro donde lo diferente no sea un problema, sino una oportunidad. Abandonar la neutralidad clínica para abrazar una ética del cuidado. No desde el sacrificio mesiánico, sino desde el deseo de construir algo distinto. Algo menos funcional al mercado y más funcional a la vida.
El futuro (si es que hay): políticas públicas que besen
Nadie transforma el mundo desde un consultorio solo. Hace falta calle, hace falta organización, hace falta política. No política de escritorio, sino política del afecto, del abrazo, del presupuesto redistributivo. Políticas que besen, que no lastimen. Que garanticen derechos, que abran puertas, que pongan al centro la vida y no la productividad.
Una verdadera política de salud mental implica hospitales generales con áreas abiertas, casas de medio camino, centros culturales como espacios de salud, acompañamientos comunitarios, formación crítica, educación afectiva. Y sí: implica poner plata.
Porque sin presupuesto, todo queda en poesía. Y la poesía sin pan, ya se sabe, es para pocos.
Atrabesar como verbo cotidiano
No hay receta. No hay protocolo. Lo que hay es una apuesta ética. Una forma de estar en el mundo. Atrabesamos cuando dejamos de etiquetar. Atrabesamos cuando escuchamos sin juicio. Cuando acompañamos sin prisa. Cuando resistimos la tentación de medicalizar lo que no entendemos. Cuando creemos que otra forma de cuidar es posible.
Atrabesar es practicar una ternura radical. No esa ternura edulcorada que venden las multinacionales del bienestar, sino una ternura con callos, con historia, con lucha. Una ternura que incomoda, que cuestiona, que transforma.
Y entonces, ¿besamos o no?
La pregunta queda abierta. Pero si besar es una forma de encuentro, de cuidado, de nutrición, quizás haya que reivindicarlo como metáfora política. Porque la salud mental no necesita más manuales, necesita más abrazos. No necesita más muros, necesita más vínculos. Y no necesita más diagnósticos, necesita más humanidad.
En un mundo que patologiza la tristeza, que encierra la diferencia, que medicaliza la rebeldía, besar puede ser un acto revolucionario. Y atrabesar, una forma colectiva de caminar hacia una salud mental verdaderamente liberadora.