Alguien dijo alguna vez -en los tiempos del Mayo Francés- que la Revolución es hacer el amor en grande. Otro agregó: las Revoluciones no se hacen en cabeza ajena.
Uno puede suspirar por el amor que cantan los poetas o por las imágenes románticas que obsequia a nuestros ojos el cine, pero hacer el amor en casa -con éxito- requiere algo más que una pasión desenfrenada: exige voluntad, dedicación, una cierta serenidad interior, y un cierto desprendimiento de las propias vanidades. Sí, de la vanidad revolucionaria.
Aplaudo y me alegro cada vez que en América Latina fuerzas que se reclaman populares, disruptivas, rebeldes, transformadoras o progresistas, fuerzas de izquierda, ganan un proceso electoral. Salta una chispa de alegría en el corazón porque cada paso en la lucha de los pueblos, cada avance frente al monstruo de la transnacional neoliberal que quieren imponer a punta de dinero, redes sociales y big data, es la victoria de un espíritu colectivo que anda irredento por estas tierras desde que Tupac Amaru -mientras era descuartizado por los conquistadores- profetizó: “Volveré, y seré millones”.
Pero de allí a derivar de esa comprensible satisfacción, recetas artificiales, estiradas comparaciones acerca cuál es la “vía correcta”, sobre la vigencia o superioridad política, moral o ideológica de éste o aquel modelo, no sólo es un anacronismo insoportable en el siglo XXI, sino que revela una ausencia de visión estratégica (y de humildad histórica) que bien caro le ha costado a nuestros pueblos.
A estas alturas, debería ser obvio que quienes postulan un manual de segregación a lo interno del abanico de proyectos populares, búsquedas y visiones que se asumen socialmente transformadoras; quienes quieren marcar líneas rojas, para sentenciar “hasta aquí sí, de aquí en adelante, no” sólo buscan arrimar harina para su costal.
Denigrar, descalificar a priori lo que muchas y muchos otros en distintas partes han pagado con sacrificio y vidas, no es lo mío. No es lo que cabe, no es lo que corresponde al espíritu de hermandad, de esa fraternidad que debería ser consustancial a los pueblos de estas tierras, venidos todos de un mismo origen y de una misma historia; de este mundo de esperanza postergada cuyo nacimiento -como dijo Pablo Milanés- “se aplazó por un momento, un breve lapso del tiempo”: un segundo del universo.
Disfrutemos la merecida alegría de Chile, y acompañemos al pueblo de Perú, sobre el que gravita ya la espada de la conspiración. Cantemos por la hermosa victoria del pueblo hondureño, por la rescatada democracia en Bolivia; por la resistencia heroica de Cuba, Venezuela y Nicaragua, por la lucha que libra la 4T en México frente al monstruoso vecino; por la resistencia que hace la Argentina popular frente a una Derecha atorrante y sin escrúpulos; e incluso por la posibilidad de que Colombia llegue a tener en 2022 -por primera vez- un Gobierno que no desprecie a los humildes. Eso, solamente, ya sería un logro extraordinario.
Defendamos cada triunfo político, cada espacio ganado, cada victoria de los derechos sociales, de las mujeres, de las campesinas y campesinos, de las obreras y obreros; cada acto de reivindicación e inclusión, cada decreto, cada ley, que devuelva a su lugar la justicia, cada gesto que defienda la Madre Tierra. Como decía Mao, todo largo viaje se inicia con un primer paso, y te adentra en el camino, por minúsculo que sea. Desechemos las comparaciones inútiles y odiosas, la falaz competencia por la “autenticidad revolucionaria”, porque eso es precisamente lo que quieren los enemigos comunes (volviendo a Pablo): realizar la labor de “desunir nuestras manos”, y que a pesar de ser hermanos, nos miremos con temor.
Es el destino de la Patria Grande. El destino de esta “tierra mía sin nombre, sin América” que amó Neruda y que tanta sangre, poesía y proclama ha producido a lo largo de 500 años. Bolívar concibió nuestra unidad no como simple quimera de los hombres, sino como inexorable decreto del destino. Lo soñó, lo imaginó, voló entre históricas edades para ver a un continente nacer y mostrar al mundo decadente la majestad de un mundo naciente.
Pero ese inevitable destino no vendrá por las ilusiones teóricas de una revolución limpia y redonda, sin fisuras, modélica, por una receta política nacida del marketing o de pactos traicioneros tras bastidores. Construirlo requerirá auténtica voluntad y unión. Trabajo y eficacia política y de gestión. Participación. Auténtico protagonismo popular. Con unidad en la diversidad. Con integración. Y con humildad, sí, con humildad.
La venas siguen abiertas en América Latina, ¿verdad, Galeano? Los pueblos de estas tierras sufridas y milagrosas siguen esperando. Pero mientras esperan, luchan. Hoy, desde todas partes, vienen millones caminando, blandiendo en su bandera el alma del indio sacrificado, del justo, del humilde. Hoy podemos nuevamente acercarnos a estas heridas para curarlas con un beso. Porque, y volvemos otra vez a Pablo, “lo que brilla con luz propia nadie lo puede apagar… su brillo puede alcanzar la oscuridad de otras costas”.
En esta hora incipiente y luminosa de los pueblos, tengamos la capacidad de amar en grande.
WILLIAM CASTILLO BOLLÉ
@planwac
Fuente: medium.com