Este miércoles Alexander Lukashenko juró como presidente de Belarús. El mandatario lo hizo a pesar de la jornada de protestas callejeras que intentaron agitar una crisis interna con la supuesta hipótesis de un fraude electoral.
La ceremonia sobria y serena de la posesión contrastó con la imagen de un país al borde de una crisis política semejante a los desórdenes característicos de las revoluciones de colores en Europa.
Sobre esta agitación, Lukashenko dijo: “este es el día de nuestra victoria convincente y fatídica. No sólo elegimos al presidente del país, defendimos nuestros valores, nuestra vida pacífica, soberanía e independencia. Y en ese sentido, aún nos queda mucho por hacer”.
Revolución de color fallida
El líder bielorruso celebró que su país haya sido un ensayo fallido para las conspiraciones externas que ahora instrumentan agitaciones sociales para desestabilizar a otros países.
“Se arrojó un desafío sin precedentes a nuestra estatalidad: el desafío de tecnologías confiables elaboradas repetidamente para la destrucción de estados independientes. Pero estábamos entre los pocos – incluso, quizás, los únicos – donde la revolución del color no funcionó. Y esta es la elección de los bielorrusos que de ninguna manera no quieren perder el país”, dijo Lukashenko.
Estas maniobras de derrocar al gobierno, el presidente las calificó como “codazos endiabladamente sofisticados”; los cuales pusieron de relieve el objetivo de las potencias occidentales de atacar a Bielorrusia para debilitar a Rusia y aproximarse más al país eslavo.
Hacer las paces
Esta crisis acercó a Lukashenko y Putin, una relación que antes se vio minada por las sugestiones del líder de Belarús de una supuesta injerencia del Kremlin en sus asuntos internos.
Ante la amenaza de Europa de derrocarle a través de una rebelión popular; el presidente bielorruso volvió a Moscú para acomodar una alianza deteriorada que se restableció ante la inminencia de una amenaza que podía poner a la Otan más cerca de Moscú.