Querida Navidad, este año deseo que vivamos felices sin la paradoja del agotamiento | Por: Carolys Pérez

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Hay una escena que se repite sin que nadie la nombre. Una mujer sirve el café mientras sonríe. Ha pasado la mañana limpiando, organizando, respondiendo mensajes, pensando en lo que aún falta, en los que aún faltan, en el menú de mañana, en la abuela que está sola, en el niño que no quiere dormir. Mientras todos estos pensamientos le habitan, aparece una pregunta, ¿cómo estás?, la mujer responde casi sin pensarlo: bien, feliz, cansada pero contenta. Y acaso lo cree. Esa es la paradoja del bienestar femenino: decir que se es feliz mientras el cuerpo y la mente van quedando en segundo lugar.

Distintos estudios sobre bienestar subjetivo muestran que, cuando se pregunta por la satisfacción con la vida, las mujeres suelen dar puntuaciones iguales o ligeramente superiores a las de los hombres. Sin embargo, al mismo tiempo, presentan mayores niveles de ansiedad, estrés, depresión y agotamiento.

Nos dijeron que la felicidad era tener una casa en calma, una familia unida, una mesa servida a tiempo, ser altamente productivas, ahora aunado a la presencia digital, verte bien, seguir una estética particular, entrenar, trabajar, estudiar, militar, criar. Nos dijeron que una mujer plena es aquella que logra que todos los demás estén bien. Y aprendimos a repetirlo sin cuestionarlo. Por eso, cuando nos preguntan si somos felices, respondemos que sí. Aunque estemos agotadas. Aunque nuestro cuerpo esté cansado y nuestra mente saturada de tareas que nadie ve.

La llamada “paradoja del bienestar femenino” no es un misterio psicológico: es la consecuencia directa de un sistema que naturaliza la sobrecarga de las mujeres y, al mismo tiempo, espera de ellas gratitud. Distintas encuestas de bienestar muestran que las mujeres declaran niveles de satisfacción con la vida similares —o incluso ligeramente superiores— a los de los hombres. Pero, en paralelo, presentan índices más altos de ansiedad, depresión, estrés crónico y consumo de psicofármacos. No son más felices: están más entrenadas para decir que lo son.

El patriarcado no solo se manifiesta en la violencia explícita; también opera en gestos cotidianos, en mandatos suaves pero persistentes. Se inscribe en la doble, triple o cuádruple jornada: trabajar fuera, trabajar dentro, cuidar, escuchar, organizar, sostener. Se cuela en la culpa de descansar, en el miedo a dejar de ser útiles, en la idea de que el amor se demuestra agotándose.

Esta trampa se vuelve más evidente en fechas como la Navidad. Mientras el discurso insiste en la unión, la alegría y la gratitud, miles de mujeres cargan sobre sus espaldas la logística de la felicidad ajena. Son arquitectas de la armonía y, al mismo tiempo, sus primeras víctimas. Si la cena no sale bien, si hay conflictos, si alguien no disfruta, la responsabilidad parece siempre suya.

Por eso la paradoja no debe interpretarse como una curiosidad estadística, sino como una denuncia. ¿Cómo medir la felicidad en una sociedad que celebra el sacrificio femenino como virtud? ¿Cómo hablar de bienestar cuando este se construye sobre el agotamiento de las mismas de siempre?

Tal vez el gesto más político hoy no sea buscar la felicidad, sino desmontar la estructura que se alimenta de nuestra capacidad de soportarlo todo. Y empezar a entender que descansar, poner límites y decir “hoy no” no es debilidad, es un acto de amor propio.

¡Venceremos, palabra de mujer!

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