Estamos llenas. No de certezas, sino de ruido. De opiniones empaquetadas. De titulares masticados por otros. Henchidos de notificaciones, desbordados de titulares, inflamados por la indignación exprés que nos sirven los algoritmos en bandeja brillante. No es hambre de saber lo que nos aqueja: es un empacho de datos. Es obesidad intelectual.
Lo advirtió Petrarca: “Nuestras mentes se dañan más por comer en exceso que por el hambre”. Y aquí estamos, devorando contenidos sin preguntarnos si nos nutren o nos nublan. Como cuerpos sedentarios frente al azúcar industrial, nuestras conciencias son hoy víctimas de una infoalimentación tóxica: exceso de calorías cognitivas, déficit de comprensión. Saciadas, pero vacías. No se trata solo de consumir menos datos. Se trata de formarnos colectivamente para discernir. De volver a esa sabiduría ancestral que sabía hacer silencio, que entendía que lo urgente no siempre es lo importante. La desintoxicación no es aislamiento: es cura colectiva. Una dieta ética para el pensamiento. Una práctica política del cuidado.
La sobrecarga informativa no solo nos agota: nos fragmenta. Nos vuelve incapaces de construir sentidos comunes. Y allí es donde el sistema gana: en nuestra dispersión, en nuestra fatiga, en el recorrido emocional permanente que nos desconecta de la realidad que sí importa —la que vivimos con el cuerpo, no con el dedo.
¿De qué sirve tanta información si no sabemos mirarnos? ¿Para qué sirve tanto contenido si no nos contiene? Formarse es más que estudiar. Es tejer pensamiento en comunidad. Es reaprender a escuchar, a distinguir lo esencial del espectáculo, a resistir el vértigo de la inmediatez. En la sabana la información era oro; hoy es plástico. Pero aún podemos reciclarla: convertir la angustia en conciencia, la distracción en foco, la dispersión en organización.
No necesitamos saberlo todo. Necesitamos saber juntos. Educar el deseo, entrenar el silencio, curar la atención. Porque lo que no se cultiva en colectivo, se marchita en el algoritmo. Y así, como quien deja el azúcar para volver a saborear el mango, también podemos descolonizar el pensamiento. Bajarle volumen al ruido para volver a escucharnos el alma. La revolución también es eso: una nueva forma de procesar el mundo. Y no hablo de cuerpos, sino de contenidos. Una reeducación de la nutrición. Un ejercicio diario de selección, de presencia, de amor político.
¿Estás dispuesto, estás dispuesta a hacer este cambio nutricional?
Nosotras y nosotros venceremos. Palabra de mujer.